La línea Musa conecta la ciudad de Lima de este a oeste. La atraviesa en viajes de carretera que duran aproximadamente dos horas, aunque cuando el tráfico aprieta, el tiempo puede ser mucho mayor. Manuel llevaba una vida que, vista desde fuera, era recatada pero si existiera un medio para ver más allá de las formas, un colorido mundo interior lo convertiría en un ser para nada común.
De lunes a viernes trabajaba en una empresa cercana a la avenida La Marina, en el distrito de Magdalena, no le pagaban mucho pero gozaba de un contrato estable y algunos días libres al año; los jefes lo saludaban por las mañanas y, aunque trabajaba largas horas, todos parecían tenerlo en consideración. Los fines de semana, los dedicaba al descanso y a aquellas insignificantes curiosidades suyas que poco aportaban a su objetivo de vida, si es que alguno tenía. Para ser una persona de treinta y tantos, no estaba mal. Si bien no había logrado mucho, parecía ser feliz, sumergido en una existencia que bien se podría comparar a la de un huevo escalfado: deliciosamente aburrida. Los que conocían a Manuel se sentían bien al pensar en él o por lo menos ninguno se sentía amenazado. En la familia se le recordaba como un tímido incorregible, constantemente perdido en sus propios laberintos emocionales, aquellos que jamás fueron construidos por nadie, excepto por él mismo. En su mente, las situaciones cobraban una vida distinta, las conversaciones ajenas escondían misterios de gran importancia y se divertía desvistiendo la mente de quienes le rodeaban hundido en un irrompible silencio. De acuerdo con lo que me contó, fue un miércoles como hoy cuando pasó aquello, una especie de dulce epifanía en el lugar menos esperado. No eran más de las siete de la mañana. Despertó con la sensación de estar olvidando algo importante, se lavó las manos, los dientes, la cara y se vistió con la misma discreción característica que lo había llevado, según él, a ser lo que era. Al salir de casa, tocó sus bolsillos haciendo un rápido ejercicio mental: llaves, teléfono, billetera. Todo en orden. Esperaba que apareciera el sol pero el cielo aparentaba vejez. Con un poco de atención, se podían ver las finas gotas de agua caer sobre el asfalto. Merecía la pena hacer el ejercicio de concentrar la vista en el aire para intentar ver la garúa pues regalaba minutos o segundos en los que nada más importaba. Paró a tomar un café donde Don Juan Severino, un ambulante de desayunos; se sentó en el banco del bar improvisado en la esquina entre las calles Santa Patricia y Padre Cosme e intercambió algunas palabras sin importancia con el vendedor. Cuando terminó, sacó un sol del bolsillo; como la moneda era brillante, el humilde Juan pensó que acababa de convertirse, gracias a Manuel, en uno de los primeros en tocarla y sonrió sinceramente por largo rato mientras evaluaba su emoción: primero no creo, pero el tercero o el cuarto sí, pensó ilusionado. Ya en el paradero, Manuel miró su reloj y cuando volvió la vista al infinito, donde normalmente la dejaba mientras esperaba, llegó el bus a toda velocidad. Frenó con fuerza y de él cayó el cobrador, un hombre pequeño de piel clara que hacía gestos exagerados para invitar a las personas a entrar al bus; y cuando este se movió, el cobrador se alzó en la puerta lateral con medio cuerpo fuera del coche. A diferencia de otros cobradores que Manuel había observado a lo largo de su vida, este parecía ser consciente de la falta de potencia en sus gritos. Le pareció que el cobrador no tenía madera para su oficio y se compadeció de él. Tres calles más abajo, en la Avenida del Parque Norte, entraron cinco personas: dos jóvenes estudiantes, un niño de unos ocho años y los que parecían ser los padres de este. Manuel había elegido como siempre el asiento del medio del vehículo; no encontró dificultad en sentarse a pesar del movimiento brusco del bus, que parecía desear llegar al Callao lo más pronto posible. Tenía la suerte de que la suya era una de las primeras estaciones del recorrido, algo que le permitía elegir un lugar cómodo, cercano a la ventanilla. Había ideado un plan de entretenimiento para sus viajes. Conectó sus auriculares al teléfono y eligió una lista de música preferida para afrontar la espera. Ante sus ojos, la larga avenida se empezaba a despertar, los árboles se habían cubierto de una capa negra que se veía con más claridad que nunca y en el suelo, no encontró una sola flor, la gente pasaba rápida ante sus ojos y eran pocos los que parecían estar felices. Tampoco dentro se respiraba una gran exaltación, dos hombres bien vestidos conversaban frente a él y aunque no los oía, podía intuir que no se trataba de otra cosa que trabajo y frustración. Un niño entró a pedir limosna armado con una zampoña improvisada, Manuel no lo escuchó cantar y cuando pasó por su asiento, le dijo que no con el índice. Esto es cosa de cada día, se dijo a sí mismo intentando convencerse. Al llegar a la avenida Javier Prado, unos rayos de sol empezaron a iluminar la calle. En la parada 13 subió una joven que se sentó a su lado junto con cuatro hombres más con aspecto serio, que llenaron el largo espacio trasero. Era ciertamente desconcertante que por el momento, nadie hubiese bajado del bus y aún más, que ninguno de los presentes lo hubiese notado. El espacio estaba lleno a excepción de un asiento que de pronto fue tomado por el cobrador; este se alzó despacio y cerró suavemente la puerta del micro. Gritó algo que Manuel no pudo escuchar y el conductor le contestó con un gesto de aprobación mirándolo desde el espejo retrovisor. La joven que estaba a su lado rozaba el hombro de Manuel. Este, sin quitarse los audífonos del todo, pero separándolos un poco de las orejas, le pidió disculpas pero ella no escuchó y él no tenía intención de hablar más, era demasiado temprano para eso. Ella suspiró y de su boca salió un olor dulce a leche con cacao. Imaginó el desayuno que habría tomado y deseó con todas sus fuerzas haberlo compartido con ella. Se sintió solo y cambió la música. Faltaban al menos tres paradas más para llegar a su destino cuando de pronto, sintió el silencio. Se quitó los audífonos y giró la vista: todos los pasajeros estaban haciendo lo mismo. Se miraban entre ellos casi con desesperación, parecían buscar respuestas, parecían perdidos, irreales, sumidos en un profundo miedo colectivo que no se podía explicar con palabras. Dejó de existir el deseo de ver qué sucedía afuera, nadie miraba por las ventanas ni se preocupaba del tráfico, nadie gritaba, nadie deseaba huir. La corriente de aire que se colaba por las ventanas dejó de llegar y el mundo entero pareció colapsar en el preciso instante en el cual empezó el verdadero viaje. Ensimismado, Manuel tocó la mano izquierda de la chica que estaba sentada a su lado. Observó que el cobrador había empezado a sonreír mientras se miraba con infantil curiosidad las uñas de la mano derecha. “Amira” susurró ella. “Manuel”, respondió. El micro recorrió las diez paradas faltantes hasta el Callao lentamente, como si atravesase un camino mágico; luego, giró durante horas por la zona del puerto, la Plaza Central y las avenidas circundantes. Tomó nuevamente la vía principal e inició su recorrido hacia la Musa. Una vez allí, atravesó varias calles hasta retomar el camino principal y repitió incontables veces su recorrido. Durante todo el tiempo que no se pudo contar, Manuel pensó mucho en su historia, en sus deseos y en la velocidad con la que pasa la vida frente a él, casi sin poder tocarla, abrumada de miedos que le nublaban el alma. Amira fue sincera al comunicar sin palabras que también se sentía perdida. Las horas pasaron como pasan siempre hasta que, de a pocos, algunos empezaron a irse. Se les despedía con alegría aunque nadie podía entender por qué hasta que no le tocaba hacer lo mismo. Cuando llegó su momento, Manuel apretó fuerte la mano de Amira sintiendo en ella a todas las mujeres. De pronto recordó que había olvidado algo al salir de casa, bajó con calma del micro, golpeó tres veces el costado de la máquina con la palma derecha y la vio arrancar hacia quién sabe dónde. Perdido en el horizonte, el bus parecía existir con la misma fuerza de siempre. La noche estaba cayendo frente al lago de La Molina. Con absoluta certeza y profunda tranquilidad, Manuel volvió, abrazó a su familia y besó a su mujer, caminó descalzo por cada rincón de su casa, respiró sus olores y escuchó sus sonidos: todo parecía claro entonces. Manuel despertó agitado, ya nada era lo mismo de siempre.
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