Hay niños que parecen hombres. Conservan la mirada joven pero tienen el cuerpo dolido y ese andar de la gente grande que se pierde en la impaciencia y el deseo insostenible de una vida más dócil. Las historias se repiten como sus juegos. Hay niños que juegan a dar vueltas como perros en la sala de espera; a ratos se pegan, a ratos se abrazan, se jalan, se empujan, se abren, se cierran. Tienen las piernas fuertes como quien sabe que tarde o temprano va a tener que salir corriendo. Su piel es tersa, inmóvil ante el futuro que todavía parece algo muy lejano. Hay niños que hablan dulce pero están amargos por dentro. Sus pequeños pies tocan el suelo todo el tiempo, asustados por el abandono. Se prometen cosas (como todos) y se creen las promesas también. Como cualquier otro niño, saltan alto ante el terror de las armas. Como cualquier otro adulto, esconden su pena con sonrisas. Son hijos de la amargura y parecen menos niños. Dejaron de serlo un poco, pero sin darse cuenta. Pasó cuando en el desastre, vieron arder su inocencia; cuando la luz clara del camino que acababan de empezar, se rindió ante las nubes. Son niños, es cierto, pero abrazan la muerte a diario en ese espacio profundo donde conviven la confusión y la ignorancia. No tienen culpa de haber crecido pronto, las historias se repiten como sus juegos y ellos no lo pueden cambiar. En las horas calmadas de la niñez saben reconocer la pena. Solo les queda esperar con ilusión el mañana y vivir hasta el día en que, maduros como un fruto, jueguen a caer sin miedo.
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autoraTextos cortos, prosa poética y poesía. Archivos
April 2024
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