No le habían cerrado los ojos. Pensé que quizás habían querido dejarla así porque los ojos azules no eran algo común en nuestras tierras. Había llegado hacía ya unos sesenta años al Perú, llena de dudas recubiertas de esperanza y seguramente entonces no había imaginado que terminaría así. El velatorio se celebró en el recibidor del convento, un salón lleno de ventanas observadas con aburrimiento por los ojos omnipotentes de un Cristo redentor que se alzaba con gesto adolorido sobre el muro principal.
No era el primer velatorio al que iba, pero tampoco es que fuera a uno cada semana y la mirada tiesa de la monja, he de confesar, se me quedó dentro por varios días. Unas amigas y yo nos acercamos corriendo en el recreo, con ganas de ver el muerto, impulsadas por esa irracionalidad que hace que los niños descubran el mundo. La profesora de matemáticas estaba en la puerta de entrada, vigilante. Nos hizo bajar las revoluciones y pidió un poco de respeto, que traducido al idioma infantil simplemente significa estar callados. Curioseamos el cajón, brillante como el parquet. No había nadie más en la sala. El olor de las flores llena cada recuerdo de mi infancia, pero esta vez, lo que me conmovió fue ella, toda ella, rodeada de narcisos blancos, vestida por última vez y para siempre con esa horrible tela azul marino que por mucho que quisiera, no le quitaba belleza. Su piel blanca era como la de un pollo hervido, casi transparente y las manos reposaban sobre su pecho enredadas con un rosario de bolitas marrones que quizás nunca terminó de rezar. Podía ver sus venas y pensé en esa sangre inmóvil que todavía tenía un aspecto pero ya no significaba nada. Se les ha olvidado cerrarle los ojitos. Así es a veces. Así como se queda cuando muere, así la dejan. Nos turnamos varias veces para verla de cerca hasta que sonó la campana y nos fuimos. La vida de Lorena no tuvo grandes sobresaltos o al menos eso contaba el folleto que habían impreso y que podías, si querías, llevarte a casa a modo de souvenir. Las monjas tenían tiempo para organizarse bien, ahora que lo pienso. Habían resumido sus 83 años de vida a un único párrafo acompañado de sus oraciones favoritas. Lo leí cuando volví a clase. Iba más o menos así: Hermana Lorena nació en Biarritz - España, en 1913. Demostró desde pronta edad una profunda vocación cristiana y escuchó la llamada definitiva del Señor cuando tenía solo 25 años. Fue entonces cuando decidió entregarse a la Iglesia en cuerpo y alma y trabajar para ayudar a los demás. Poco tiempo después, llegó al Perú para formar parte de la Congregación del Buen Pastor y desde entonces compartió su vida consagrada con nosotros, que con alegría hoy la despedimos en oración. Que el Señor Jesús conceda el descanso eterno a nuestra querida hermanita y que el Altísimo la tenga en su Santo Reino. Amén. Ese mismo día, cuando terminaron las clases corrí hasta el convento para verla por última vez. En la puerta de entrada no había nadie así que entré. En una esquina de la sala estaba mi profesora de matemáticas abrazada a una mujer de ojos claros y enormes que lloraba suavemente. No entendí de qué hablaban pero el acento de la desconocida cuando me saludó curiosa desde lejos era claramente extranjero. Me acerqué de nuevo al ataúd y pensé que quizás esos ojos suyos se habían quedado abiertos porque tenía ganas de verla todavía. Años más tarde confirmé que la Hermana Lorena había escapado de España, lejana de querer convertirse en monja. Dejó atrás una vida y tres hijos, dos de los cuales murieron en batalla. Nunca tuvo familia y lamentablemente, desde aquel viaje nunca más se sintió en casa.
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Si no se casaba con Juaneco, bueno, guapo, amable, la gente se iba a sentir desairada. Cambiar esa buena vida era rechazar un futuro por el que todas sus hermanas hubieran dado un riñón. Para colmo de males, lo hacía por el gringo desmelenado ese, que por muy gringo que fuera, no tenía nada para dar.
Nada, pues. ¡Nada! Frente a la mirada perdida de Larita, el mar de Huacho se preparaba para dormir. Ella no iba muy seguido por el malecón Roca, pero le gustaba pasar por ahí cuando quería dejarse de cosas. Que tampoco es que ella tuviera veinte años o fuera una bala perdida pero sí que es verdad que a sus treinta y cinco, que ya es decir, nadie se podía esperar esta clase de noticias. Las olas chocaban entre sí, contra la nada y contra las piedras y por un momento le pareció que hasta ellas querían lanzársele encima para alejarla del que sin duda sería el peor de todos sus desengaños. Ahí se quedarán gritando, pues, les dijo. Tomó la Torres Paz y caminó hasta el cruce con la Echenique, donde se encontraba con el gringo. Bueno, Larita, ¡acabáramos!... estás radiante. Lara Barrueto venía de una familia común y corriente, llena de gente y por tanto, de cuentos en los que se mezclaba la realidad y la ficción; durante lo que podría considerarse el primer tercio de su vida, se había esforzado por no dar mucho de qué hablar en un inútil afán por cortar con esa tendencia familiar que ella consideraba de mal gusto. Y hasta ahora le había ido bien, tanto que ya hasta la cogían de ejemplo. Larita trabajaba para la mina, como secretaria, en puesto de responsabilidad, se codeaba con los peces gordos de la industria y en un mundo de hombres, era respetada. Nada manchaba su vida. ¿Cómo así que embarazada, Larita? ¿De mí? Larita aceptó la propuesta del gringo entre lágrimas y cubriéndose la boca en gesto de sorpresa se rindió a esos ojos que la miraban asustados y que tenían todos los colores del mar de la mañana. O al menos así le parecía a ella. También le pareció escuchar por última vez los ruegos clamorosos de las olas que como viejas chismosas seguían en sus trece, repitiéndose unas a otras que eso que estaba aceptando era en realidad una condena; que ese era un gringo malo, que iba vestido de corderito, que le esperaba la soledad y qué tantas cosas más. Al día siguiente, el payaso triste de Juaneco aceptó la derrota de mala gana, porque en esa época el ser rechazado por una mujer dolía en el orgullo casi tanto como en el corazón. Se secó las lágrimas y le dijo: Bueno pues, Larita, no me queda más que desearte lo mejor. Yo me voy al norte que acá no puedo imaginar una vida sin ti. Dicho y hecho: Juaneco se fue. A los dos meses Larita y el gringo se casaron en ceremonia privada y poco después llegó el hijo por parto natural. Al gringo le gustaba el trago y las fiestas y a ella le gustaba mantenerse digna así que encontró en la mentira el único método válido para reforzar la imagen de mujer fuerte que con tanto coraje se había construído. Aunque conocía bien los movimientos de su marido, aceptaba lo bueno y lo malo de lo que ella misma eligió para sí y se convencía cada día de que nada de todos aquellos chismes era realmente importante. Cuando el niño cumplió cuatro, el gringo cayó enfermo. Una noche de fiebre Larita se acercó a ponerle un paño en la frente y sin querer olió la muerte. Durante varios días trató de deshacerse de ese perfume pero al final se le hizo costumbre. El cáncer tuvo en vilo a Larita otros cinco años hasta que el gringo perdió. Su historia de amor se consumió demasiado rápido dejándola viuda a los cuarenta y cinco. A día de hoy el mar de Huacho todavía la observa. Desde el malecón Larita oye el cuchicheo de las olas maliciosas pero ella, a sus casi noventa años, sigue rendida. |
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April 2018
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