Faltaban quince minutos para las cuatro de la tarde. El taxi me salió caro porque no tenía tiempo de regatear. Buenas, ¿Cuánto me cobra hasta la altura de la cuadra 10 de la Avenida del Ejército? Uy, bien lejos. Serán 15 soles. ¿Catorce le va bien? Ya, suba no más. Cuando llegamos, pedí al taxista que por favor me esperara un momento en la entrada del edificio por si no estaba en casa la persona a la que iba a visitar. Era lo que decían que las chicas debíamos hacer cuando el barrio era desconocido ya que al menos así, si el taxi se quedaba en la puerta, una podía huir con más rapidez ante cualquier ataque inesperado de ladrones, pirañas o quién sabe qué. Acá la espero, vaya tranquila, me dijo. Bajé del carro y al salir volví a mirar el asiento trasero desde la ventana, por si hubiera olvidado algo. En la recepción del edificio, un hombre de piel ceniza vestía un uniforme azul. Me indicó que el doctor Alegría estaba en su despacho mostrando al hablar una dentadura bastante incompleta. Puede subir, acabo de avisarle al señor. Hice un gesto al taxista con la mano. Arrancó el motor y se fue. Ya no había vuelta atrás. Había que hacerlo y ahora. En el descansillo del tercer piso me crucé con una mujer rubia. Me saludó tímidamente, en un intento de ocultar la rojez de sus ojos. Acababa de salir del apartamento del fondo. Caminé hasta él con la seguridad de que ese era el despacho. Llamé al timbre e inmediatamente acerqué mi cara a la puerta para escuchar qué pasaba dentro. Estaba aterrorizada cuando de pronto un Alejandro Alegría calvo y rechoncho abrió la puerta de golpe. Sorprendida, le alcancé la derecha a modo de saludo y me invitó a entrar. No me quería sentar así que empecé a dar vueltas por el lugar. El departamento era nuevo. El doctor, en su insano juicio, había decidido que la mezcla del rojo y el negro eran la mejor opción para la decoración. Me disgustó esa burda simplicidad y el visible exceso de orden y limpieza. Luego pensé que era un buen detalle el cuadro enorme en blanco y negro que llenaba la pared del recibidor. Creo que era un saxofonista−. Está bueno el cuadro. −Gracias. Me mudé hace poco a este piso, antes trabajaba en La Aurora, en la casa familiar. −Yo nací en La Aurora. Vargas Machuca la calle. −Siéntate, estoy pasando café. ¿Sí tomas café?, ¿no? −Descafeinado mejor. −¿A qué le tienes miedo? Mi café no mata− Alejandro se alejó sonriente hacia la cocina. Usaba una camisa azul y una bufanda que le daba un aire europeo algo ridículo− Cuando regresó, puso las tazas sobre un mantel de tela y preguntó de qué sonreía, le dije que la chalina, muy señorial. −Cuéntame a qué le tienes miedo. −A nada. −Veo que esto se va a alargar. Voy a coger unas servilletas. Ponte cómoda, puedes dejar tus cosas por ahí, el abrigo y demás. Me descolgué el bolso del hombro y lo lancé hasta el otro sillón grande. Me senté cerca al asiento individual de cuero donde sabía que iría él. Mientras se acercaba al salón desde la cocina que estaba justo al lado, logré ver por la ventana el cielo gris de la ciudad. Al frente, varios edificios igual de nuevos que el suyo, asomaban llenos de historias indecibles de reciente creación. −Gracias. ¿Es descafeinado? −Sí. Ahora responde a mi pregunta, por favor. −Tu pregunta no ha sido demasiado específica. −Es una pregunta abierta, puedes contestar lo que sea que pase por tu cabeza. Mi deber es preguntar, por algún lado hay que empezar. −Tu deber es preguntar correctamente. –Añadí un par de cucharadas de azúcar al café y le di un primer sorbo. −El azúcar también puede alterarte. Aunque lo tomes descafeinado−. Bien –se colocó un cojín en la espalda− déjame explicarte cómo funciona esto. –Tomaba el café a sorbos largos, sin dejar de examinarme. De una ruma de libretitas de 10 por 15, buscó una de color rojo y le puso mi nombre en la portada. −¿Por qué mi libreta es roja? −Las azules son las de las personas que debo derivar a psiquiatría. −¿Y ya sabes que no me vas a tener que derivar? −No. No lo sé todavía. Si tengo que hacerlo, transcribiré todo, no te preocupes, tengo tiempo de sobra. −Pero yo me daré cuenta cuando cambies de libreta y me perderé del encanto de saber por sorpresa que estoy hecha mierda. −¿Me dejas explicarte cómo funcionan las sesiones? −Sí. ¿Pero por qué son todas rojas o azules? −Las compré al por mayor en el centro, no tiene importancia. La idea es que tú no hables demasiado y en cambio, me escuches. Cada día trataremos un tema específico en relación a tu problema. No te asustes si escribo… −Sí, ya sé que tienes que escribir lo que diga. −Sólo lo importante. −Si no escribes nada, sentiré que estoy hablando estupideces todo el tiempo. −Fingiré que escribo si eso te hace sentir mejor. En el segundo cajón de ese aparador hay cosas para ti. Abrélo. –Me levanté del sillón y caminé hacia el aparador. −¿Acá? −No, el de al lado. −El cajón estaba lleno de dulces, galletas y chocolates de todas las marcas y sabores−. Puedes coger lo que quieras cada vez que vengas. Si algo de lo que hablamos te hace sentir mal, puedes coger más. −¿Como un premio? Gracias. Me encantan estas cochinadas. – Me llevé una bolsa de galletas “Margaritas” a mi sitio. −Ahora dame algo para escribir. Te doy la oportunidad de decidir qué es lo primero que dirá tu libreta. –Abrí las galletas lentamente. −Bueno, siento cosas. −Bien. −No, por favor no te rías de mí. −Sigue –su risa burlona se apagó en un nuevo sorbo de café. −Siento cosas que otra gente no siente. −Dame un ejemplo. −Cosas físicas. −Un ejemplo, por favor. −No has escrito nada aún. −No has dicho nada importante todavía. −Bueno, te doy un ejemplo. Siento mi sangre correr. ¿Tú sientes eso? −No. Pero te aseguro que más gente siente lo mismo que tú. ¿Y qué piensas cuando lo sientes? −Sólo ha sido un ejemplo. −Si por ejemplo, sientes que la sangre recorre tu cabeza, ¿qué piensas? −Que voy a morir. −Pero estás viva. −Eso creo. −Has sentido esto muchas veces y muchas veces has pensado al sentirlas, que vas a morir. De manera inminente, ¿no? −Sí. −Y no has muerto. −Correcto –mastiqué un trozo de galleta y seguí− ¿Sugieres que soy estúpida por pensarlo? −Sugiero que no tienes miedo a morir sino a vivir, pero ya llegaremos a ese punto algún día. Toqué disimuladamente mi cuello. −¿Qué pasa? −No, es que me altera el café. −Es descafeinado. −Mientes. Sabía que ibas a darme cafeína. Debí confiar en mi instinto y no tomarlo. −¿Qué sientes ahora? −Me están haciendo pruebas al corazón. Sólo me agito un poco a veces, luego se me pasa. −Bien. Propongo que te hagas todas las pruebas que creas necesarias y luego me traigas los informes. Si estás sana, podremos avanzar más rápido. −Lo sabré la próxima semana. −¿Te has hecho muchas? −¿Muchas qué? −Pruebas. −Ah, sí. Sobre todo del cerebro y el corazón. Son los que más me preocupan. –Vi que por fin escribió algo en la libreta. Luego la dejó junto con el lapicero en la mesa de centro, sobre la pila de apuntes de sus demás pacientes−. Déjame hablarte sobre lo fácil que es adivinar a Dios. −Te escucho. −En la vida, todo funciona por tendencias y probabilidades. Cuanto más posible sea algo, es más fácil que pase, ¿correcto? −Obvio. −Si quieres que algo suceda, sólo debes aumentar las probabilidades. Si temes que algo pase, sólo debes obtener información para saber qué probabilidades hay de que realmente pase. ¿Me sigues? −También hay excepciones. La vida está llena de excepciones. −Olvídalas, sácalas de tu vida. Mi primer consejo es que empieces a adivinar a Dios. −Ni siquiera soy creyente. −No necesito que creas, sólo escucha. –Se acomodó en la silla y suspiró largamente, como preparándose para decir algo importante que ya había dicho cientos de veces. −¿Has venido en coche? −En taxi. −Pero sabes conducir, ¿no? −Sí. Pero lo hago muy mal. No creo que este sea un buen ejemp… −Cuando aprendes a manejar; al principio, me refiero, sientes miedo y necesidad de estar atento a demasiados factores: la velocidad, la seguridad, la posibilidad de chocar y hacer daño a alguien, hacerte daño a ti mismo, romper la carrocería, saltarte un stop, recibir una multa, tener que coimear al policía y no saber cómo hacerlo. Debes mirar muchas veces por el retrovisor, debes revisar las rutas antes de salir, debes cuidar que la máquina esté en buenas condiciones, debes usar el calzado correcto, debes escuchar los consejos de los que ya han aprendido a hacerlo. En el proceso, también debes aprender a aceptar que los riesgos de fallar seguirán siempre presentes, incluso cuando la técnica ya haya sido dominada. También aprendes a reconocer tus límites: es posible que nunca seas capaz de correr en un rally, es posible que nunca disfrutes de manejar con neblina o que toda la vida odies el tráfico de la Avenida Javier Prado. Cuando aprendes a manejar, reconoces tus malas manías, reconoces que prefieres hacerlo con música. Reconoces que todo esto no te pasa solo a ti, sino que hay mucha gente con tus mismas inseguridades y problemas; los aceptas y te aceptas a ti también. Poco a poco aprendes los caminos que necesitas para la vida cotidiana y salir en carro se va convirtiendo en una parte natural de tus días. Con el tiempo puedes incluso ser útil contando tus experiencias a algún amigo y compartiendo los trucos que te hicieron perder el temor de los primeros momentos. Llega un punto en el que lo que antes asustaba, se empieza a dejar atrás. −Pero el peligro siempre existe. −Cierto. Aun cuando ya has aprendido, sigues sabiendo en el fondo, que un día la naturaleza puede hacerte volcar, que puede aparecer en tu camino un coche sin frenos que te reviente, que puedes tener un despiste que te quite la vida, pero ya no te la pasas pensando en esos peligros porque has reducido al mínimo las posibilidades de que se den. Cuando lo has logrado, puedes seguir adelante incluso después de tener un accidente. Conduces con fe, con seguridad. −Te sigo. −Ya no eres tú quien lleva el carro, el carro te lleva a ti. Estás más seguro de tus capacidades y poco a poco el miedo se va. –Se levantó del sillón con un gesto grave−Pero necesitas recorrer muchos kilómetros de práctica para conseguirlo. −¿Qué tiene que ver todo esto con mis sensaciones físicas? Alejandro se asomó al aparador en búsqueda de un nuevo lapicero. −El hipocondrismo normalmente esconde un profundo miedo que se ha venido cociendo desde hacía mucho. –se volvió a sentar. Noté que su cuerpo era bastante grande y su cabeza, en proporción, algo pequeña. A pesar de todo, su cara era agradable y pensé que en su juventud, debió ser atractivo. Bueno, juventud, en ese entonces no creo que llegara a los cuarenta. −Volviendo a lo de adivinar. ¿Tienes? −25. –Vi que tomó nuevamente la libreta roja y apuntó "25 a" −A tu edad, deberías tener suficiente capacidad para predecir el futuro. Me reí. −No te rías, es verdad. −Así que voy con retraso. −Ya deberías poder observar y predecir casi con total seguridad qué va a pasar después. Ejemplo. Puedes conocer a un hombre y al poco tiempo saber si está realmente interesado en ti. Puedes entrar a un nuevo trabajo y al mes, saber si tu jefe es una persona de confianza. Puedes saber que mañana hará frío y por tanto deberás abrigarte. −Puedo equivocarme también. −Sí. Pero cuanta más información tienes, es menos probable que falles. Me levanté de pronto y caminé hacia el aparador. Me puse en cuclillas y saqué del cajón un paquete pequeño de caramelos de sabores variados. −No sé si me interesa adivinar a Dios. −Sí te interesa. ¿Qué probabilidades existen de que salgas de aquí, camines hacia la avenida y te cruces con un elefante? −Pocas, supongo. −¿Pocas? Nulas. Por lo tanto, eso no va pasarte. −Pero podría. −¿Qué posibilidades hay de que mueras por tomar un café? Me quedé callada y empecé a llorar sin venir a cuento. −Coge uno. –Señaló frente a mí, sobre la mesa de centro, una caja casi nueva llena de pañuelos de papel−. Cuando decidas revertir tu miedo irracional usando ideas más sensatas, dejarás de tener esas sensaciones, porque te recuerdo que no son nada más que sensaciones. Estás excesivamente pendiente de tu cuerpo porque has dejado de confiar en tu capacidad de adivinación. No tienes instinto y ahora, en cambio, eres capaz de sentir cosas, que por supuesto son reales, pero que no necesitas sentir. −Dijiste que sólo eran sensaciones. −Son sensaciones reales. Es cierto que corre sangre por tu cuerpo. Con el esfuerzo adecuado, yo también podría llegar a sentirla correr. La mente es maravillosa, pero si la usas mal, todo se convierte en peligro. ¿Por dónde iba? Sí. Para adivinar a Dios sólo necesitas tener la información clave en cada momento. Podrás superar tu temor a enfermar y morir cuando sepas que estás sana. −Lo lamento, Alejandro, no creo en nada de lo que estás diciendo y estoy empezando a marearme. −Ese será el primer paso: creer. Y aumentarás tus posibilidades de sanar si vienes la próxima semana. –Me acerqué al sillón donde había tirado mi bolso, saqué un billete de cien y lo dejé en la mesa de centro. –¿Puedes el próximo jueves? −Si sigo viva, sí. −Déjame darte una tarjeta. −Y por cierto, no soy hipocondríaca. No es mi culpa que los médicos sean unos ineptos o que la medicina aún no haya avanzado lo suficiente para entender qué me pasa. −Puedes llamarme en cualquier momento, intentaré contestarte lo más pronto posible. Si no contesto, es que estoy con paciente, pero luego te devolveré la llamada. Tampoco tienes que irte todavía, la hora no ha acabado. −De acuerdo, pero pienso que no puedes ayudarme−Me levanté rápido y de camino a la puerta, leí la tarjeta. Me giré para decirle que tenía un apellido muy adecuado para su trabajo. Luego nos dimos la mano y le agradecí el café. Bajé por el ascensor y salí a la calle. El portero no estaba más en la recepción del edificio. Caminé hacia la avenida y al llegar a ella recordé que hacía un par de años, varios animales salvajes habían escapado del circo de los Hermanos Fuentes Gasca y se habían dado un paseo de horas por la ciudad hasta que las autoridades lograron capturarlos. El cielo temeroso de Lima empezó a garuar. Me cerré el abrigo y esperé un taxi.
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April 2018
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