Si no se casaba con Juaneco, bueno, guapo, amable, la gente se iba a sentir desairada. Cambiar esa buena vida era rechazar un futuro por el que todas sus hermanas hubieran dado un riñón. Para colmo de males, lo hacía por el gringo desmelenado ese, que por muy gringo que fuera, no tenía nada para dar.
Nada, pues. ¡Nada! Frente a la mirada perdida de Larita, el mar de Huacho se preparaba para dormir. Ella no iba muy seguido por el malecón Roca, pero le gustaba pasar por ahí cuando quería dejarse de cosas. Que tampoco es que ella tuviera veinte años o fuera una bala perdida pero sí que es verdad que a sus treinta y cinco, que ya es decir, nadie se podía esperar esta clase de noticias. Las olas chocaban entre sí, contra la nada y contra las piedras y por un momento le pareció que hasta ellas querían lanzársele encima para alejarla del que sin duda sería el peor de todos sus desengaños. Ahí se quedarán gritando, pues, les dijo. Tomó la Torres Paz y caminó hasta el cruce con la Echenique, donde se encontraba con el gringo. Bueno, Larita, ¡acabáramos!... estás radiante. Lara Barrueto venía de una familia común y corriente, llena de gente y por tanto, de cuentos en los que se mezclaba la realidad y la ficción; durante lo que podría considerarse el primer tercio de su vida, se había esforzado por no dar mucho de qué hablar en un inútil afán por cortar con esa tendencia familiar que ella consideraba de mal gusto. Y hasta ahora le había ido bien, tanto que ya hasta la cogían de ejemplo. Larita trabajaba para la mina, como secretaria, en puesto de responsabilidad, se codeaba con los peces gordos de la industria y en un mundo de hombres, era respetada. Nada manchaba su vida. ¿Cómo así que embarazada, Larita? ¿De mí? Larita aceptó la propuesta del gringo entre lágrimas y cubriéndose la boca en gesto de sorpresa se rindió a esos ojos que la miraban asustados y que tenían todos los colores del mar de la mañana. O al menos así le parecía a ella. También le pareció escuchar por última vez los ruegos clamorosos de las olas que como viejas chismosas seguían en sus trece, repitiéndose unas a otras que eso que estaba aceptando era en realidad una condena; que ese era un gringo malo, que iba vestido de corderito, que le esperaba la soledad y qué tantas cosas más. Al día siguiente, el payaso triste de Juaneco aceptó la derrota de mala gana, porque en esa época el ser rechazado por una mujer dolía en el orgullo casi tanto como en el corazón. Se secó las lágrimas y le dijo: Bueno pues, Larita, no me queda más que desearte lo mejor. Yo me voy al norte que acá no puedo imaginar una vida sin ti. Dicho y hecho: Juaneco se fue. A los dos meses Larita y el gringo se casaron en ceremonia privada y poco después llegó el hijo por parto natural. Al gringo le gustaba el trago y las fiestas y a ella le gustaba mantenerse digna así que encontró en la mentira el único método válido para reforzar la imagen de mujer fuerte que con tanto coraje se había construído. Aunque conocía bien los movimientos de su marido, aceptaba lo bueno y lo malo de lo que ella misma eligió para sí y se convencía cada día de que nada de todos aquellos chismes era realmente importante. Cuando el niño cumplió cuatro, el gringo cayó enfermo. Una noche de fiebre Larita se acercó a ponerle un paño en la frente y sin querer olió la muerte. Durante varios días trató de deshacerse de ese perfume pero al final se le hizo costumbre. El cáncer tuvo en vilo a Larita otros cinco años hasta que el gringo perdió. Su historia de amor se consumió demasiado rápido dejándola viuda a los cuarenta y cinco. A día de hoy el mar de Huacho todavía la observa. Desde el malecón Larita oye el cuchicheo de las olas maliciosas pero ella, a sus casi noventa años, sigue rendida.
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April 2018
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