¿Nunca cambiarás? preguntó. En sus ojos, ardidos de pena, parecía haber un nuevo impulso, como cuando antes de morir se dice una frase lúcida o como cuando la pausa engañosa previa a la locura, parece ser una señal de salvación.
No había mucho que indagar pues es la tendencia lo que guía la vida de todos los hombres, incluso de aquellos que de ella huyen. Esa noche Ana creó en su imaginación miles de recuerdos de antiguos comportamientos de Manuel y al verlos tan claros, aunque probablemente no existieron nunca tal y como ella los pensó, entendió que ya nada podía ser distinto en él. Había conocido hacía menos de un año y después de 70 de luchas, al hombre que le hizo pensar que era su último y más maravilloso amor, el mismo que hoy era la causa de toda su desesperación. Pensando en esto recordé el nacimiento de una idea antigua: Habíamos ido como cada sábado por la mañana, mi hermano, mi padre y yo al Faro de Miraflores. Ahí había una cancha de fútbol improvisada, sin barreras, ni arcos, una que aún existe, aunque bastante más moderna. Recuerdo que el único límite que tenía era el mar, que sonaba fuerte bajo nuestros pies, como unos 35 metros más abajo. Mientras los adultos hacían su mejor intento por jugar al fútbol, nosotros, los niños, nos tumbábamos a mirar el cielo y recreábamos sueños en las nubes que pasaban veloces en verano. A veces la pelota caía hasta el mar, dando por terminado el juego antes de tiempo; cuando esto pasaba, volvíamos todos a casa, con la duda que amenazaba con hacerse eterna de quién habría ganado el partido. Una tarde, uno de los amigos de mi padre me pidió que lo acompañara a un lugar especial. Caminé junto a él, según mis pequeños y seguramente inexactos recuerdos, miles de pasos, hasta llegar a un pequeño parque donde había una gran roca en el borde del precipicio. Me cargó en brazos y me subió en ella casi sin esfuerzo. Dibujó en el aire el horizonte en dirección al mar y dijo, ¿ves la línea del final? Es la señal de que el mundo nunca termina. Le pregunté si se podía ir más allá del Pacífico. Me volvió a tomar, esta vez por la cintura y cuando estuve en el suelo rascó con fuerza mi cabeza y contestó sonriente que siempre hay tiempo para eso. Pensé que quizás podría dedicar mi vida a cruzar esa línea. Intenté convencerme de que esa sería la única solución al tedio de la costumbre que aplastaba la vida de todas las personas que veía a mi alrededor, pero para bien o para mal, entendí con el tiempo que incluso la falta de costumbre es una tendencia. Cuando Ana dijo esas palabras, Manuel intentó sentarse en una silla, hizo sonar alguna frase ofensiva imposible de entender y cayó al suelo como un bulto sin sentir vergüenza. La conversación había terminado. Ana abandonó el salón y fue a buscar una manta en el armario de la habitación donde había estado durmiendo hasta hacía unos minutos. Al encontrarla se percató del buen olor que tenía y pensó que esto podría atenuar la peste que emanaba el cuerpo dormido de su amado. Ese cuerpo viejo y rajado que ahora simbolizaba para ella el más grande auto engaño de su historia. Estiró sobre él la manta y a sabiendas de que no la escuchaba le confesó al oído algo tan grave que nunca me lo quiso contar. Ana fue al baño, se lavó la cara, se lavó las manos. Evitó mirarse al espejo, (cosa que también habría hecho yo) y pasó un peine lentamente por su cabello blanco. Se fue a dormir nuevamente no sin antes pensar que debió darse cuenta antes: la tendencia de la vida de Manuel guiaría por siempre sus días, ni siquiera el amor encontrado a la vejez sería capaz de cambiar la realidad de sus costumbres. Concluyó que esta vez, al fin, todo estaba perdido. No habrían más amores que esperar. Entendió que más allá de la tendencia, solo queda la resignación.
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