Nadie puede negar que la actualidad exige que todo sea hecho cada vez más rápido. Es como una norma siniestra aceptada por la sociedad en general y odiada por algunos pocos iluminados que se dedican a la vida contemplativa o que han logrado vivir en un sub-entorno alternativo lleno de flores y música de meditación. Yo nací cuando esta nueva forma de vida llegaba a Sudamérica, por allá en los años ochenta. Mi tía Lili, una señora de ojos verdes saltones y pelo rubio rizado, era la encargada de cuidar de mí, quién sabe por qué. Era amiga de mi mamá y varios años mayor que ella; gozaba del título de buena madre por haber criado a dos niños ya adolescentes, sanos y fuertes. Bien casada con un hombre amoroso y de carácter dócil, la tía Lili, con su porte de mujer dura, me enseñó a aparentar fuerza y a caminar rápido. Normalmente yo dormía en su casa, donde las costumbres eran muchas y bien extrañas, como aquella de tener un orinal de hierro bajo la cama durante la noche para no tener que ir hasta el baño o aquella de caminar con pedazos de tela de lustrar en los pies para ir sacándole brillo al parqué. Tía Lili me enseñó a leer y a escribir con mano dura. Por esa época ella era la directora de un centro de educación infantil en el que por supuesto, yo era la niña querida de todas las profesoras. En el terreno del nido era bastante sencillo ser feliz, participaba con papel protagonista en todas las actividades, tenía a todas las ayudantes a mi merced y cómo no, el cariño falso o sincero de cada uno de los trabajadores del centro, incluido Don Fermín, el anciano encargado de la limpieza. Fuera del nido la cosa cambiaba bastante: tía Lili era exigente y mucho. Pasábamos largas horas preparándome para perfeccionar mi caligrafía y ortografía, para adelantar lecciones y ponerme así aún más por encima del resto de los niños que iban conmigo a clase. Una mañana de aquellas grises en Lima salimos de la calle Vargas Machuca. Ya estamos con la hora, decía. Cuando íbamos por la esquina de Borgoño tomé un respiro para preguntarle por qué caminábamos siempre tan rápido. Tía Lili contestó que era así como se debía caminar porque no hay tiempo que perder en la vida. “Además, la gente buena camina rápido”. Desde entonces y hasta hace sólo un par de años o tres, llevé aquella idea hasta límites insospechados, me preparaba para ir a trabajar en tiempo récord, aprendí a lavarme los dientes en un minuto logrando gran efectividad y luchaba contra mí misma para llegar a los lugares siempre la primera. También logré escribir rápido, gracias a la incansable búsqueda del bolígrafo perfecto y el papel menos rugoso del mercado; y leer rápido, obviando comas y puntos. En general, aprendí a vivir como la gente buena debía vivir, apurada porque se acaba el tiempo. Algunos años después del nido, mi obsesión con la velocidad me llevó a pedir a mis padres unas clases de lectura veloz que seguramente vi anunciadas en la tele. Para ese entonces tía Lili no vivía cerca de nosotros y yo solamente iba a visitarla de vez en cuando, aunque supe que se alegró bastante al enterarse de mi iniciativa. Yo debía tener diez años por aquel entonces, porque recuerdo que ya salía sola a comprar chocolates y tenía permiso para ir a dar una vuelta en mi recientemente comprada bicicleta. Tras mi curiosa petición, mi madre invitó a casa a uno de esos valientes comerciales que vendían las inscripciones a las clases de lectura veloz. Nos sentamos en la sala, yo al lado de mamá y la señorita de medias negras, falda de altura decente y camisa blanca al frente, quien explicó largamente la importancia de leer rápido y la cantidad de aplicaciones útiles que esto podría tener en mi futura vida profesional. No entendí nada de lo que dijo. Luego me hizo una prueba de lectura que, creo, superé y me dio un par de consejos que olvidé al minuto siguiente de haber sido escuchados. Lamentablemente el coste de las clases era excesivo para el humilde bolsillo de mis padres por aquella época así que me quedé sin poder ser la más rápida del país como había soñado. Esta lucha contra mí misma por la conquista de la velocidad en todos los aspectos de mi vida, fue lo que marcó no solo mi forma de leer, escribir o de cocinar; también hizo mella en mi forma de afrontar algunas cosas más importantes que quizás debí dejar fuera de mi pequeño reto personal. Pienso que esto de correr tanto por la vida es algo que, en algún punto, se me escapó de las manos y ahora que puedo reconocer esos aspectos en los que no debo apurarme, soy capaz de disfrutar con calma. Ahora puedo, si quiero, tomarme más tiempo para vestirme, maquillarme e incluso escribir y aunque, a pesar de mis esfuerzos sigo siendo más rápida que la media, me enorgullece el intento. La vida es coqueta y caprichosa: tras años intentando ser veloz, a veces solo quisiera ser la más lenta del mundo. Hace unos días iba pensando en el mayor de los daños que puede causar el exceso de rapidez. La gente que como yo y como mi tía Lili, se esmera en ser veloz, termina por aplicar su casi-don a cosas como calar a los demás o detectar situaciones de alarma; paranoias fuera, explico a continuación los peligros reales de esta clase de aplicaciones: para estar preparada, como en otras tantas áreas donde según yo debía ser rápida, leí libros sobre perfiles de gente, psicología del comportamiento, detección del mentiroso, etc. con el fin de poder entender de un simple vistazo quién era ese nuevo interlocutor que llegaba a mi vida, qué quería de mí y qué tanto me podía fiar de él. Así, con un poco de práctica y muchos años de chascos y alegrías, conseguí ser bastante capaz de conocer a las personas más rápido que los demás. Esta capacidad que sin duda considero muy útil, a veces juega en mi contra. Creer que se puede conocer a las personas rápidamente me llevaba a hacer juicios rápidos en los que secretamente siempre confiaba sin notar que estos tienen un amplio margen de error y dan lugar a tantas confusiones como realidades detectan. Ser rápida puede ser bueno pero es necesaria la humildad, su complemento perfecto. Para bien o para mal, mi afición forma parte de mi personalidad; es algo que he tenido que aceptar con el tiempo y entre otras decisiones, decidí callar de vez en cuando a esa vocecita que vive dentro de mí y que enjuicia y se cree tan sabida que no entiende razones. Así, dejo un poco de espacio a lo que me cuenta el mundo con su propia voz, sea cual sea su tono y sobre todo, sin importar qué tan rápido lo diga.
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April 2018
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