El sábado 11 de enero del 2010 me desperté tarde, sofocada por el sol que caía directo y castigador sobre mi cabeza llena de viernes noche. Por ese entonces mi vida era bastante caótica pero falta de profundidad, así que, en un intento por obtener espacio libre en la memoria, lo borré casi todo.
Sé que trabajaba en una agencia de publicidad porque así lo indica mi curriculum; sé que eran jornadas que se alargaban hasta pasada la medianoche porque luego usaba la excusa del cansancio extremo para obtener favores especiales de mis jefes; sé que salía con amigos a beber cerveza cada vez que los anti-histamínicos me lo permitían porque eso es algo que nunca dejé de hacer y también sé que estaba intentando ahorrar dinero para largarme a vivir sola porque durante todos los años que viví en casa de mis padres, estuve siempre pensando en huir. Recuerdo que en esa época visitaba una vez por semana a un psicólogo rarísimo llamado Igor, a quien jamás le creí una sola palabra y cuyas citas, muchas veces gratuitas, mantuve en secreto durante todos estos años. Invita la casa, decía cuando me preparaba a sacar la cartera. Una vez le pregunté por qué me invitaba a las sesiones. −¿Sabes cuántos “speechs” tengo preparados para mis pacientes? −Muchos, supongo. −¿Y sabes cuánto me tomó crearlos? −¿Mucho también? −¿Y sabes por qué lo hago? –se sonó la nariz− porque funciona. −Disculpa, no te oí bien. −Porque la gente me cree, Dani. Me escucha y me cree. Y funciona aunque tú no lo creas. −Me alegro mucho, Igor. Lástima no ser uno de ellos. −Tú eres la única que nunca está de acuerdo con lo que digo. −¿Y por eso tengo descuento? −Sí. Tienes suerte. Me gusta discutir. Mi papá, por su parte, trabajaba mucho y permanecía ajeno a todas las estupideces que pasaban por mi cabeza. Su trabajo habitual era mantener viva la empresa del abuelo, ya por entonces enfermo de cáncer. Los sábados y domingos, papá tenía un trabajo extra que nunca supe de dónde salió ni en qué consistía exactamente, pero que le exigía estar fuera de casa desde las 5 de la mañana como un campeón. Una vez me contó que antes de embarcarse en la jornada laboral, se pasaba por donde la señora del puesto de emoliente, Doña Teresa, la de las polleras. A la izquierda de Teresa, se ponía un hombre muy mayor con una gorra verde que decía Nike. Los vi una vez, volviendo de una fiesta. Bajo sus piernas, el viejo tenía una cesta de tamales calientes rellenos de pollo que decía que los preparaba a mano su mujer. Este era el señor Fernando, lo sé porque alguna vez pasó por casa a ofrecer servicios de carpintería, fontanería y todo lo que se tercie “a muy buen precio, señora, a muy buen precio”. Al frente se ponía a vender la señora Edelmira, santera reconocida; ofrecía panes franceses con tortilla de huevos y cebollita china y café americano de la marca Nescafé. Mi mamá, a su manera, también trabajaba los fines de semana. Su primera tarea era hacer lo que ella llamaba “baja policía”. A partir de las diez de la mañana era típico escuchar sus comentarios sobre el desorden y sus consecuencias para la salud mental de las personas. Quejumbrosa, entraba en mi habitación a recoger camisetas, zapatos y bragas del suelo. Paseaba cerca a mí husmeando qué clase de licor había consumido la noche anterior, intentando adivinar si había traído a algún hombre, ¿vomitaste? buscando drogas o restos de algo, quién sabe qué. −Soy una perdida, Patty. No te esfuerces en buscar, ya te lo digo yo. −No busco nada, hijita, pero hay que recoger este chiquero, ¿no crees? −Ahorita me levanto, mamá, no seas pesada. Me revienta la cabeza. −Sarna con gusto no pica. Sus ruegos incansables por mantener un poco cuidada la casa se calmaban al poco rato, rendida a su agridulce pero siempre motivadora realidad. Cocinaba escuchando la emisora “Corazón 102.1” donde ponían música romántica de los años sesenta y setenta. Cuando sonaba “The year of the cat” o “Angie” subía el volumen al máximo y entonaba los coros en un inglés inventado. Mi mamá casi siempre estaba en la cocina o cuidando el jardín o de camino al mercado para comprar algo que le hacía falta para cocinar o cuidar el jardín. Alrededor del mediodía llegó a casa María Luisa, amiga y antigua vecina del barrio. Estacionó el Volvo azul (herencia familiar) en la puerta de casa, ocupando todo el espacio de la cochera. Bajó corriendo del auto y olvidó cerrar con llave. Dio media vuelta y lo cerró dos veces para asegurarse. Llevaba consigo la versión gorda del Comercio, el diario más importante del país. A mí me encantaba visitarla los sábados y domingos por la mañana justamente por eso, porque en su casa siempre compraban el Comercio y en la mía teníamos que conformarnos con el Perú 21, poco riguroso y con menos secciones; además, mi papá lo traía por la tarde, cuando ya se me habían quitado las ganas de enterarme de las miserias del mundo. Vi a Mari por la ventana de la sala con la bolsa gordísima llena de papeles, suplementos y revistas. Supe que me quería mostrar alguna noticia importante o que quizás se había dado cuenta de mi debilidad por el diario y sabiendo que en mi casa no se compraba, esperó a que su viejo, el pequeño señor Noli, lo terminara de leer para traérmelo a casa inundada por un ataque repentino de cariño. −Puta, no sabes qué cague de risa, Dani. −Pasa –le abrí la puerta– ¿Qué es tan cague de risa? ¿Quieres café? –Atravesó el pasillo a carcajada limpia y se metió en mi habitación. −No. ¿Ya llegó tu papá?−Se tiró en la cama y empezó a buscar algo entre las páginas de la revista "Somos". Se le caían las lágrimas y yo ya estaba contagiada. −No, pero debe estar por llegar. Cuéntame pues, carajo. ¿Qué ha pasado? Me tienes en vilo. −Acá. Mira.−Me señaló una página− Búscalo tú misma. En una de las páginas de publirreportajes aparecía una columna de literatura, donde tres críticos literarios ofrecían sus opiniones sobre lo último de Vargas Llosa. Eran tres y el tercero de ellos, mi papá. Yo creo que nunca he reído tanto como cuando vi esa foto en la revista Somos. El crítico literario “José Güich Rodriguez” decía que dicho libro era una reverenda mierda. En la foto que acompañaba la crítica, aparecía su cara, claramente compungida después de una tarde de fútbol con los amigos. Vestía una camiseta del Real Madrid de color azul algo desgastada. Su actitud, por lo menos, era bastante seria... como de crítico, sí señor. −Agarraron la foto ideal –comenté entre risas. Leímos a coro el párrafo con la supuesta opinión de mi señor padre o su hermano gemelo hasta entonces desconocido y caímos al el suelo de la risa. Se nos unió mi mamá. Cuando papá llegó de trabajar, ninguno de los cuatro pudimos parar de reír. −Es que no les he dicho, pero yo soy crítico literario en mis ratos libres− dijo divertido cuando se lo mostramos. −Ya, gordito, pero si tú no tienes ratos libres −dijo Mari− si te la pasas trabajando. −Es mi hobbie, enana, de veras. −¿Y esperas que te creamos que todo este tiempo nos lo ocultaste? −agregué. −Así que doble vida. ¡Que no me entere yo! –mi mamá le dio una nalgada juguetona. −Me pregunto de dónde habrán sacado esta foto mía. −Es de tu Facebook, papá. −Ahhh, es de mi Facebook, verdad, del fútbol. Qué tales huevones estos del Comercio, por eso no les compro ¿ves, Daniela? si son unos cojudos. Mi madre propuso que Mari debía hablar con Julio, su novio, que por ese entonces trabajaba en la redacción del diario, para que pidiera a los encargados del error que hicieran públicas sus disculpas en la editorial de la revista de la próxima semana. Yo propuse demandar a los dueños por suplantación de identidad o cualquier alegación similar y sacarles algo de dinero. Mi papá dijo que él prefería dejar que la gente pensara que era un crítico literario. No armemos alboroto por esta tontería, me dijo. Se acercó a la librería y trajo algunos libros a mi habitación para alargar el chiste: Cogía uno, lo miraba de lejos, de cerca, lo olía, lo tocaba y de pronto decía con voz tranquila: este también es una mierda. Luego tomaba otro, lo abría, ponía la cara de la foto y decía de pronto: ah sí, este también es una mierda. Cuando nos calmamos un poco, empezamos a llamar a familiares y amigos. A todos les decíamos lo mismo: anda ahorita al quiosco, compra el Comercio y mira la página de literatura de la Somos. Las risas se encendían por momentos cuando alguno devolvía la llamada para comentar el suceso. Luego dedicamos la tarde a pensar cómo se les había podido escapar ese error. −Para mí está clarísimo –empecé− esto ha sido culpa de un trabajador apurado y la tarada de su jefa. −Pero, ¿qué pasa? ¿acaso no revisan las cosas que sacan en el Comercio, Mari? -comentó papá. −Hay que decírselo a Julio, esto también es bueno que lo comente con sus superiores −mi madre adoptó un tono trágico. −Sí pues, de todas maneras Julio lo tiene que comentar en el diario –dijo Mari para calmarla. −¿Cómo así dices que pudo pasar, hija? −Es sencillo−expliqué− la ejecutiva entrega al maquetador todos los contenidos que debe colocar en la revista. Pero, ¡oh, sorpresa!, no sé da cuenta de que le falta una foto. El joven desesperado, ya a altas horas de la noche, intenta preguntar a los demás colegas si tienen la foto que faltante. Uno de ellos contesta: ¿José Luis Rodriguez dices que se llama? Y el maquetador, pobre, dice que sí. Yo te lo encuentro ahorita en el Facebook y solucionado, le contesta el amigo. Busca a un tal José Luis Rodriguez, copia la foto y se la pasa al otro. Este otro la retoca, coloca y… −Y así es como hoy tenemos a tu papá en la Somos –cerró Mari. −Exacto. Cortamos la página entera y se la dimos a mamá, porque ella custodia mejor las cosas que nadie sobre la faz de la tierra. La guardó dentro de un cuadernito de apuntes que tenía y lo atrapó con un clip amarillo; luego lo metió todo en su cajón de la mesa de noche. Mari se fue a casa después del café y yo me quedé dormida temprano. Han pasado más de cuatro años. Dejé el psicólogo por puro aburrimiento, dejé la agencia, dejé la casa familiar y hasta dejé a Mari. Y el otro día escribí algo. Una tontería que no me convencía. Y resultó que, tras publicarlo en el blog a regañadientes, mi papá lo leyó. Me mandó un mensaje de Whatsapp al día siguiente para decirme que le había gustado pero que mi final estaba un poco cojo y difícil de entender. Me preocupé porque no sabía que me leía. Le dije que no era lo mejor que había hecho y que quería enviarle algún cuento que me parecía más decente que ese. Me esforcé en editar un texto de hace unos meses y se lo envié por e-mail. Por supuesto que mi padre no es crítico literario pero cuando leyó mi cuento y dijo que le había encantado, sentí una felicidad sin igual. Entendí que las críticas, siempre subjetivas, también tienen la maravillosa capacidad de hacernos sonreír.
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April 2018
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