El primer libro que leí no me lo mandó ningún profesor. Dicho libro era uno de los muchos que componían una colección de obras completas de autores importantes, cuyos nombres, estampados en dorado y absolutamente desconocidos por mí, llenaban con tipografía cursiva las carátulas de tapa dura. El camino que recorrió esa joya hasta mis manos debió de ser largo: en casa, mi padre había comprado varias cosas a unos familiares que se iban a vivir al extranjero y querían deshacerse de sus pertenencias. Por esos años, ir a vivir fuera del país era una cosa de lo más normal, acabábamos de salir de una hiperinflación de casi tres mil puntos porcentuales y la situación del Perú era incontrolable. Me gustaría contar lo que veían mis ojos, esas calles de Lima atiborradas de basura que nadie recogía y que luego era quemada dejando un olor particular que seguramente recuerde hasta el final de mis días; el terror que creaban los dos grupos extremistas con su herramienta de lucha armada para obtener el poder, las calles amenazadas con coches bomba y balaceras. La fuerza militar, que intentaba deshacer sin éxito los ataques y el miedo creciente que impactaba nuestras miradas sin piedad y llenaba nuestras mentes de recuerdos tristemente inolvidables. En pocas palabras, lo que menos deseaba un peruano para nadie a quien apreciara, era permanecer en el Perú y así, la gente se nos iba en masa, dejando recuerdos de aeropuerto, mezcla de ilusión y tristeza. Por esos años mi tía Doris, dotada de una belleza brutal, había tenido la suerte de conocer a sus veintisiete años a un hombre bueno, a quien además, al poco tiempo de iniciada su relación, destinaron por negocios a Miami. Una que se salva, decían. Las cosas que llenaban esa casa de La Molina donde habían iniciado su historia Doris y Felipe, fueron vendidas a precio de remate y fue así como llegaron a la sala de mi casa, la librería grande con algunos libros y otras cosas menos importantes como el robot automático de mi hermano y unos sillones grises enormes que me encantaban porque cabía entera en ellos, me pusiera como me pusiera. La librería, que es lo que interesa, era de madera buena, aunque no recuerdo de qué tipo (quizás caoba), su color oscuro y rojizo, hacía juego con las recién estrenadas losetas rojas que mi mamá barría y lustraba cada jueves sin falta, hasta verse reflejada en ellas. Eran cuatro las colecciones que llenaban la librería: la enciclopedia universal, de color azul, que ocupaba dos de los huecos del estante. La de literatura universal que era blanca, compuesta por unos treinta libros pequeños de distintos grosores y tapas blandas. Una tercera colección de libros marrones; entre ellos, se encontraban algunos de Einstein o Newton. No abrí ninguno de estos hasta pasados mis veinte. Y la cuarta, la roja, la que más llamaba mi atención, ocupaba tres huecos en la estantería y estaba compuesta por libros de hojas suaves y muy finas, como las de la biblia de los testigos de Jehová que venían a vendernos a su dios con caras amables y faldas largas al menos dos veces por semana o como las del catecismo que acababa de heredar de papá y que era requisito imprescindible para hacer la comunión. Las hojas de los libros rojos tenían los bordes dorados como la biblia. Me gustaba imaginar que lo habían pintado con oro. Las cuatro colecciones, dijo una mañana mamá como quien habla consigo misma, eran todas europeas. No sabía que era “europea” ni tampoco qué carajo significaba la palabra “extranjero”, pero reconozco que me sonaba lejano porque sabía que era ese el lugar al que todos querían ir para no volver. Tampoco sabía que quería decir obra completa ni enciclopedia, pero me gustaban esos libros ahí puestos en medio de nuestra sala poco decorada, regalando un poco de belleza a mi mundo tenebroso que parecía estar siempre a punto de explotar. En Lima a veces la tierra temblaba. Después de cada temblor, recuerdo que me sorprendía gratamente comprobar que los libros nunca se caían. El libro aquel que digo que fue el primero, lo elegí sin saber, a partir de lo que vi una tarde cuando después del trabajo, mi padre llegó a casa con un aire distinto al de otros días. Su serenidad llamó mi atención y decidí perseguirlo. Después de comer, lo vi entrar en la sala y coger un libro de los rojos. Luego se fue a su habitación, la del fondo, la que daba al jardín, se quitó el pantalón y se tumbó en la cama con los pies en la cabecera. Debía ser verano porque la ventana dejaba entrar un viento suave que apuntaba directo hacia su rostro y apuraba su cigarrillo. Me senté a mirarlo desde el otro lado de la cama y creí para siempre que nadie podía dar caladas más largas que él. Había abierto el libro tras el primer tiro y sus ojos sólo salieron del encanto de la lectura tres veces para tirar la ceniza, una ceniza larga, como del tamaño de las uñas de plastilina que me gustaba pegarme en los dedos cuando estaba aburrida. El libro que leía mi padre se llamaba: Obras completas de Fiódor Dostoyevski. Esa misma noche, esperé a los ronquidos y me levanté de la cama haciendo acopio de todo mi valor. Vencí a los fantasmas de mi casa y llegué hasta la sala, atravesando el pasillo y la puerta de la cocina, donde según yo, se echaba a dormir el diablo. Finalmente, ahí estaba la librería. Donde no había libros, había adornos: campanitas de colores y una colección de lámparas de gas para mesilla de noche que mi abuela había dejado de herencia a mamá antes de que emigrara al Canadá, como era de esperarse. Busqué entre los libros rojos el que había cogido papá por la tarde, pero, torpe de mí, no lo había devuelto a su sitio. El miedo a lo oculto en la oscuridad de esa casa grande y tan fácilmente accesible, me hizo coger el primer libro rojo que pude antes de salir corriendo despavorida hacia mi habitación por escuchar un ruido, según yo, demasiado cercano. Dormí abrazada a Oscar Wilde, tapados hasta la coronilla con una sabanita ligera. Al día siguiente, después del colegio, me fui a la sala y a falta de cigarrillos, me puse un sombrero, el único que tenía, azul con una flor rosa en el centro. Me tumbé en ese sillón que nunca supe exactamente de dónde salió y con la cabeza en dirección a la ventana que daba al patio de la entrada de casa, leí las 3 primeras páginas de “El retrato de Dorian Grey”. Leí hoy un post que comentaba cómo en las escuelas de Latinoamérica nos enseñan a odiar la literatura. Me sentí muy identificada con las palabras del autor y en seguida me animé a contar mi humilde experiencia de iniciación a la lectura. Pronto daré mi opinión sobre la enseñanza de letras en Lima, donde estudié toda la primaria y secundaria y donde, como a todos los demás pobres diablos de mi generación, también me hicieron creer que había hecho algo bastante malo para merecer tan tremenda tortura.
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April 2018
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