![]() Conocí en la secundaria a una chica llamada Luz. Le costaba ser espontánea y a mi parecer, era una persona inaccesible. Su padre era un joven de ascendencia indígena que había llegado a la capital para ganar dinero. Ingeniero industrial de profesión, como luego lo sería también su hija, no paró hasta hacerse de oro. Entonces fue cuando lo empezaron a llamar vulgarmente "el rey de la papa" y aunque sigo sin saber bien a quién se le ocurrió la idea, adelanto que su negocio no tenía nada que ver con la alimentación. Una tarde después del colegio, el aire de la avenida La Molina nos despeinó. Mientras buscábamos un hueco para sentarnos en el bus, la locura del tránsito limeño nos obligó a hablar con esfuerzo y la música de fondo a todo volumen, nos hizo gritar. Me acuerdo que sonaba una bachata melancólica muy de moda por esos años que decía con voz alcoholizada Olvídala, mejor olvídala... Era raro que ella y yo coincidiéramos así que me alegré al pensar que por fin había llegado la ocasión perfecta. Debía de haber diez personas dentro de la combi, sin contar al cobrador que movía la cabeza al ritmo de la música con medio cuerpo fuera y al conductor, un hombre gordo y sucio, que imaginé que quería ser cantante. El bus olía a grasa y a comida; seguramente hacía tiempo que nadie se ocupaba de la limpieza, quizás por falta de agua o de costumbre. Imaginé al gordo llegando a casa, allá arriba en algún pueblo joven de Lima, cogiendo por la cintura a su mujer para luego follársela sin desprecio con todo el sudor de la jornada de trabajo encima. Imaginé que para no correrse, recordaba esas largas horas de tráfico lento y desordenado que tenía que soportar para ganar algo de plata. −Mi padre se dedica al textil, tiene una empresa de confección −me contó Luz cuando conseguimos asiento. Mientras la escuchaba, saqué del bolsillo un cuadradito dorado de chocolate que decía “princesa”, lo desvestí y me lo comí como a una mosca la rana. Tres pensamientos, uno tras otro, rondaron mi mente cuando me contó lo de su papá. Lo primero que pensé fue que, la timidez de Luz se podía deber a la responsabilidad de tener un padre indio con dinero; la envidia de los blancos de la sociedad limeña la haría trizas de vez en cuando y aunque no parecía avergonzada de sus orígenes ni afectada por el éxito o el desprecio, yo siempre intenté decirle en silencio que me encantaba que la envidiaran y que no debía de temer mi juicio. No, el mío no. Imaginé que la suya debía ser una de esas familias solemnes, donde, quizás por recelo, intentan con desesperación, no llamar nunca la atención. Tanto si era tímida por miedo o porque era eso lo que había visto en casa, entendía bien que no me hablara nunca. Aunque también cabía la posibilidad de que yo, simplemente, no le cayera bien. En segundo lugar pensé, que si mi padre se dedicara a la ropa como el suyo, yo me podría hacer diseñadora y vivir banalmente de la moda, como esa gente estúpida de la farándula. Por mi mente pasó una imagen en movimiento donde yo, reina de la noche, vestida de gala con un vestido negro muy seductor, lanzaba besitos volados desde lo alto de la pasarela de Paris, tras haber presentado mi nueva colección otoño invierno 2020. Y finalmente, mientras hacía una bolita con la envoltura de mi golosina, tuve el tercer y más revelador pensamiento; me pregunté por qué carajo Luz se había puesto la misma ropa que el día anterior. Se debe haber equivocado, pensé. Bajó de un salto en la parada que está frente al Jockey. −Vaya, fue corto el viaje −me lamenté. Me dijo que ahí tomaba otro bus hacia casa. Luz vivía en Ate, un distrito industrial donde, además de fábricas, habitaba gente de clase media o media baja o media media baja o media casi alta, como ella. Porque en Lima, para quien no lo sepa, hay como diez clases sociales; aunque, por ese entonces, en mi mente existían sólo dos: aquella compuesta por personas que pertenecían a distritos llenos de jardineros uniformados y flores y otra donde no habían flores porque las mototaxis las habían matado sin compasión. En los barrios de la primera clase mencionada yo tenía permiso para salir a pasear de noche; en los otros, no, para mi mala suerte. Cuando Luz bajó, la miré bien. Noté que llevaba un polo de cuello alto de color rojo y unos jeans azul celeste a la cadera. Confirmé que ella nunca usaba estampados. Los zapatos eran de cuero negro y no llevaba collares, tatuajes falsos, ni ninguna de esas cosas inútiles que las adolescentes adorábamos. La adornaban dos brillitos: uno en cada oreja y el movimiento de su pelo suelto expuesto sin miedo al smoke de nuestra gris y palpitante cité. ¿Era guapa? Yo diría que no, aunque tenía un cuerpo bonito; ya le habían salido las tetas y las tenía más grandes que yo. Se movía con gracia, haciendo buen uso de sus anchas caderas de niña casi mujer. También recuerdo que tenía la boca grande, los ojos chicos y un suave rastro oriental que me hacía pensar en ese dicho odioso "acá el que no tiene de inga, tiene de mandinga". La nariz la tenía gorda, de eso también me acuerdo. −¡Chau Luz! −grité por la ventana de la combi, moviendo emocionada la mano. El cobrador libidinoso siguió su culo quinceañero con la mirada atenta, mientras se relamía el labio superior lleno de babas. −Qué asco, comenté sentenciosa, en un intento por defender a esa chiquita llena de misterio que se resistía a ser mi amiga. Luz Zaa pertenecía a ese curioso grupo de gente que no brillaba a pesar de ser brillante y que tampoco parecía afectada por ello. Tenía buenas notas en las asignaturas de ciencias pero no se le daban demasiado bien las artes ni las letras. A pesar de eso, se consiguió un puesto asegurado en la lista semanal de los 30 primeros de nuestro grado. Publicaban en el patio los resultados de los exámenes a los que cada lunes nos sometían nada más empezar el día. El colegio al que íbamos nos exigía competir, tanto para ser el mejor como para ser el peor, el caso era luchar o al menos yo así lo veía. Y lo confirmaba la escena de cada viernes donde los primeros que corrían a ver el panel de notas eran los que peleaban por los primeros y últimos puestos. Los más felices de la semana eran justamente el número 1 y el número 150, que era la cantidad exacta de alumnos que componían el grado. Por esos días, me empezaba a preocupar por esta falta mía de consistencia de vida, que era como yo lo llamaba. Por ejemplo, a veces pensaba que quería ser escritora y entonces recordaba mi mala memoria. ¿Dónde viste una escritora desmemoriada y sin consistencia de vida?, me decía, sin siquiera entender el significado de la frase. Me imaginaba en la presentación del libro, el libro, respondiendo a la pregunta clásica de qué autores me habían inspirado en el proceso de escribirlo y yo, sin recordar uno, salía corriendo por la puerta de atrás como en las películas, para luego acabar borracha en el bar más cercano. La escritora que no sabe de literatura, la que no se acuerda de lo que comió anoche, la que se despista con las manchas del techo, vaya futuro… El día posterior al encuentro con Luz, pensaba en este problema mío mientras veía el panel con los resultados del examen semanal. Yo era de las primeras siempre. Algunas veces la primera. Otras, la segunda o la tercera, siempre empezando por arriba. Y Dios sabrá cómo, porque yo nunca entendí nada y por supuesto, tampoco recuerdo lo que ese panel decía que sabía. Mi inconsistencia de vida y perdonarán que me repita, debió de nacer de una profunda rebeldía de espíritu, esa que me lleva a olvidar todo lo que aprendo como si fuera una viejecita. Ya desde esos tiempos lejanos odiaba estudiar. Tampoco recuerdo que prestara mucha atención a los profesores, tenía sueños eróticos con todos ellos pero no les escuchaba. Tampoco era muy buena copiando, así que mi éxito no tenía explicación. El 90% del tiempo lo gastaba imaginando escenas románticas con el chico de turno y observando mi alrededor: la gente, la vida, el cielo feo, las ventanas, ¿estaban limpias? ¿sucias?, ¿qué habrá hecho la vieja para comer?, ¿a qué edad me casaré?, ¿estaré embarazada ya?, ¿me centraré con los años?, ¿por qué Luz, teniendo una fábrica entera, se viste dos días con la misma ropa? Esa falta de consistencia, como la llamaba yo, me hacía sentir una casi obsesiva admiración por las personas sencillas que salían adelante haciendo siempre lo mismo, de manera mecánica, sin ponerse a dudar ni rechistar, sin contar estrellas o pajaritos en el aire. Y por eso el papá de Luz me interesaba. Por eso me interesaba Luz también. Por eso imaginaba cosas con Luz: La mamá de Luz la esperaba con el arroz caliente. Ella comía, -despacio claro, no como yo-. Entonces, el papá llegaba de la fábrica y le besaba la frente: no importa si lo haces bien o mal mientras lo sigas haciendo, era el mensaje. Luego leían en familia algún libro o miraban un programa en la tele. Así eran sus días en mi mente, sin gritos, sin problemas. La constancia no era mi fuerte, pero era el de ellos. Eso seguro. Los días siguientes investigué más sobre el término el rey de la papa. Mi investigación se inició en la cocina de mi casa y tuvo como muestra, a mi señora madre, la única que aplaudía con orgullo todas mis locuras. −Vieja, ¿por qué a los hombres ricos que no son blancos les dicen reyes de la papa?, le asunté como quien no quiere la cosa, mientras me miraba comer. Su cara, hecha cuadro, me invitó a bajar la intensidad: −¿Me echas más arroz? –lo pensó unos segundos hasta que dijo: −Bueno hija, es un decir. Se les dice así despectivamente. Rey de la papa es el que baja de la sierra, llega a Lima, monta su negocio, gana plata y se olvida de dónde vino. Lo de la papa es porque en la Sierra es lo que más se cosecha. −¿Cómo así que se olvidan? ¿Les preguntan si se olvidan acaso? −No creo −me dijo con la cuchara en la mano, −¿qué tal el colegio? La primera toma de contacto con el tema me ayudó a entender que era un poco incómodo para mamá y concluí que, entonces, no lo sería para papá. −Gordo, ¿por qué a los cholitos que hacen plata les llaman los reyes de la papa? Explotó en risa y me dijo que dejara de hablar huevadas. Tampoco en el colegio encontré gran información. Con las semanas se me olvidó la tontería y me dediqué a otras cosas. Incluso se me olvidó Luz y su familia llena de consistencia. Y menos mal. Al poco tiempo, justo cuando su misteriosa personalidad dejó de interesarme, se convirtió en la protagonista del mayor escándalo mundial del año 2002. El rumor, que como siempre, llegaba tarde a mis oídos, era cierto: Luz y Juan Carlos, el profesor de Historia Universal eran pareja. Lo confirmó el despido repentino de Juan Carlos. Me pregunté si el profesor, amante mío en sueños antes de las vacaciones de Julio, ya había notado que Luz se ponía la misma ropa dos días seguidos. ¿Y qué diría el padre de Luz con tremendo escándalo? Pues nada, qué iba a decir. Le habría dado igual. Era un buen padre, no importaba lo que ella hiciera, sino lo que ella era. Luz se convirtió en la más popular del colegio. A pesar de sus aparentes deseos de pasar desapercibida, ahora todos la imaginaban haciendo posturas sexuales de adultos con el profesor veinte años mayor. Todo eso la envolvía en un halo de madurez prematura encantador. Desde la terraza donde me sentaba a conversar en el recreo, la vi una vez sonriendo rodeada de gente, hablando con soltura como nunca antes. Por la tarde, en casa, me la volví a imaginar haciendo planes: el lunes y el martes toca el modelo a, entonces esos días, me tiro al profe en el parque; los miércoles y jueves toca el modelo b, entonces esos días, me tiro al profe en su casa; los viernes y sábados toca el modelo c y me tiro al profe en mi casa y el domingo... Ahí ya no sabía qué pensar. Quizás el domingo la pasaba desnuda. Perdida en mis pensamientos inconclusos entendí que el rey de la papa, su padre, debía estar orgulloso de ella: su vida nunca perdió consistencia.
0 Comments
Leave a Reply. |
Archivos
November 2018
mis cuentosRelatos cortos para soñar. Categorias |