Todo lo que vi, fue humo y resignación. Dos cuerpos jóvenes mutilados junto a mi parecían tener una conversación pendiente. Pensé que quizás se conocían de antes. Los imaginé jugando en la arena como niños, besándose en el mar que estaba calmo, en el sol de ese día maravilloso hecho trizas. Un hombre y una mujer.
Al otro lado de la playa, un matrimonio anciano había conseguido salvarse. Se abrazaban entre sollozos sobre una roca, envueltos en una nube de horror y gratitud. Los restos del tren relucían bajo el sol formando colores extraños que nunca antes había visto. Yo por ese entonces no tenía ni treinta años, era delgada, extrema y sonreía cada día al despertar. Bueno, casi todos los días. Algunas veces lo cotidiano pesaba. Creí recordar que era jueves. Sí, un jueves por la mañana. Mi cuerpo salpicado por el agua yacía sobre esa tierra ajena dando lástima a los pocos supervivientes. Miles de historias perdidas, guardadas en alguna parte de mi mente. Mirándome así, pregunté si la luz todavía teñiría mi piel. Fíjese qué tontería. ¿Desde cuándo un muerto se ocupa del bronceado? ¿Cuánto tiempo debe pasar para que la piel deje de inundarse de naturaleza? ¿Cuántos minutos podría seguir estando tibia? Quizás el hecho de que fuera verano me ayudaría a alargar esa última despedida. Los ojos de esa vieja, la que estaba con su marido, se clavaban en mi rostro casi intacto desde lejos. La muerte podía parecer extrañamente hermosa en su quietud, completamente irreverente, indomable, infinita. No entendí en ese momento su terror, ¿sabe? yo me notaba radiante. Su hombre la abrazaba con poder, pidiéndole que dejara de mirarme. Déjala Marta, déjala, le decía. Me agaché a intentar tocar mis pies. Pensé que si cerraba los ojos podría sentir la frescura del agua sobre ellos, pero era solo una sensación. Ya estás fría, le dije a mi cuerpo en voz baja. Sin querer recordé el momento exacto en que todo terminó y me decidí a hacer esto. Esto... ¿y qué es esto? Una revelación de último minuto y un cuento desesperado contado desde la orilla, donde rompe la furia de Dios contra mi cuerpo sin vida.
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En una aldea cerca al fin del mundo, nació hace muchos años un animal especial. Le gustaba dormir bajo las estrellas y hacer reír a las flores que llenaban sus ojos de belleza y grandes ilusiones. En su desierto, la naturaleza golpeó contra él muchas veces, sumiéndolo en un miedo incontrolable. Descubrió el llanto y no tuvo tiempo de pasar sobre él, así que simplemente siguió adelante.
Para sorpresa de todos los seres, una tarde de profunda melancolía, el cielo empezó a llover. El agua caía oscura al principio, como queriendo limpiar sus memorias de otras tierras. El equidna fue el único que, para sorpresa de todos, no la temió. Y así disfrutó... viéndola caer durante largas noches. La lluvia empezó a formar parte de su vida cotidiana. A veces caía fuerte y otras, era sólo como una garúa dulce abrazándolo despacio. Su amor por ella fue creciendo hasta empezar a extrañarla cuando se iba. Y con el tiempo fue tal su deseo, que el equidna olvidó su propio nombre. Su pensamiento sólo sabía de ella: de la manera en que llenaba el río y de la alegría que producía su frescura al amanecer. Lloraba para recordarla cuando le faltaba, pero el sabor de sus lágrimas nunca alcanzaba la perfección y el poder de su amada. Una noche con ella pasó algo distinto: de pronto, la suave piel dorada del equidna empezó a llenarse de espinas. El agua caía sobre él, pero en vez de hacerlo feliz como antes, lo ponía a la defensiva. La lluvia no entendía porqué y él sufría aterrado. Ella no quería hacerle daño, pero su cuerpo pequeño y brillante se erizaba oscureciéndose y causándole heridas en cada encuentro. La lluvia dejó de querer tocarlo, pero siguió cayendo durante todo el verano pues era ese su trabajo. El equidna tuvo que alejarse de ella para evitar el dolor de sus espinas, que no sólo entristecían a la lluvia sino que también le alejaban de todos los vecinos de la aldea, quienes ya no podían abrazarlo sin sentir los picotazos. El equidna, avergonzado, se marchó. Caminó buscando un lugar seco donde pararse a pensar y una vez allí, se preguntó durante días cómo algo tan hermoso podía haberle hecho tanto daño. Notó poco a poco que la lluvia no tenía culpa. En su desesperación, decidió enfrentar su defecto, volvió a su aldea y a la noche, salió al encuentro de su amor. Ella lo recibió con alegría. Bajo el agua, vió salir sus espinas pero ya no las odió sino que las acarició con valor. Sangraron sus dedos, su lengua y hasta sus ojos, pero sólo así entendió que si ellas estaban ahí, era porque de alguna manera las necesitaba. Aprendió a aceptarlas como parte de su eterna complejidad y a cuidarlas mientras siguieran con él. Para dejar de sentir el dolor de sus púas, confeccionó con hojas de palma un paragüas. Este era frágil al principio: el viento lo rompía una y otra vez. Pero el equidna no se rindió. Construyó mejores instrumentos para poder seguir viendo caer la lluvia, aunque ella no pudiera tocar su cuerpo. Los árboles crecieron a su alrededor gracias a la humedad y él pudo disfrutar del espectáculo de la vida cada día. Rieron juntos sus canciones, disfrutaron cada noche su deseo y él nunca volvió a olvidar su propio nombre. Pasó el tiempo. Una mañana al despertar, el equidna olvidó su paraguas. Caminó siguiendo su instinto y la vió. La lluvia mojó cada espacio de su piel pero esta vez no le salieron espinas: ¡Se habían ido al fin! Desde entonces, el equidna y la lluvia viven juntos en la aldea cerca al fin del mundo. A veces no pueden verse, pero saben que siempre se volverán a encontrar. La piel dorada del equidna tiene marcas imborrables, recuerdo del mayor de sus triunfos: el de la reconciliación con su lado más oscuro. El alma desahuciada del cantante se hacía blanda mezclada con la niebla. No eran sus ojos los que observaban ni su piel la que sentía frío. Escuchaba una sola melodía que de tan repetida, duele. Resonaba en su mente una y otra vez intentando ocultar su dolor. La luz del sol que parecía querer volver, no alcanzaba para rescatar su voz del silencio.
Así que callaba. Miraba sin mirar y escuchaba sin sentir el viento, que soplaba respetando su dolor sin palabras. Alguien lo llamaba desde una escalera alta, para darle una noticia. Pero “ninguna palabra tiene sentido cuando el vacío enmudece y ninguna voz tiene armonía cuando ella se ha ido” La muerte en vida invadía su pensamiento que lleno de culpa y lamento, paralizaba el tiempo y derrumbaba el sueño de una vida junto a Elena. “El cantante se durmió despierto” Cuentan que decidió callar al perderla, la buscó en el aire como a una idea errante que amarrada a un punto fijo, se esconde detrás del miedo. Ella era su idea, exacta, precisa, inmóvil y oculta. Observaba la nada, esperando que aparezca; sabía que estaba ahí, donde su vista alcanzaba. Así que callaba. Callaba para verla cuando decidiera ser suya de nuevo. Calló cada mañana y cada tarde, en el temblor de otro día sin tenerla. Miró sin mirar y escuchó sin sentir el susurro de su nombre inalcanzable. Cantó en silencio un ruego eterno que ella nunca pudo escuchar. ¡Era muy alta su torre, era muy frágil su amor! Pensando en jóvenes amantes y en viejos que no entienden la juventud, se acuesta la ciudad. Tararea la misma historia expectante y desquiciada de los que se la pasan soñando con ideas de otros mundos mientras caminan sobre calles escritas en montañas de intentos fallidos, andenes en prueba y mucha, mucha destrucción.
Espacios de tiempo ajenos que retumban en la tierra, removiendo las entrañas de todos los seres sobre Lima: la sucia y sexual, representante de la mujer de todos los hombres, puta entre las putas, única rebelde con derecho al descanso. Viendo pasear cometas sin aire, creando pasiones sin carne y atando cabos sin cuerdas; amanece en caminos húmedos y flácidos tras la llovizna perezosa de la mañana. Y así se tumba ella cuando llega la noche, campante y disforzada, chismosa, cochina, aberrante, desnuda. Orgullosa de ser amada por pocos acomodados y satisfecha por miles de hombres sin cuello. Recreada en la mirada de niños acróbatas que bailan sobre concreto de sangre coagulada y en abuelos escapistas que fantasean la fuga. Sus últimos pensamientos son bruma y desechos en las hojas de los árboles que solo en ella no conocen la lluvia. Sus últimos bostezos son olas en el mar. Sus últimos ruegos, cumplir con la labor de repasarlo todo igual, cada noche, justo antes de dormir. El viento suave luchando por ser fresco se acerca hasta mi piel, trayéndome regalos. Viaja en el tiempo llevando todos los olores conocidos de esta ciudad infinita.
En lo alto del edificio, mezclo el aire con tabaco, siento el sol amenazante y busco la frescura de un campo que no veo. Hay un cactus frente a mi que ruega ser tocado; nadie quiere acariciarle, todos temen sus espinas. Pocos son los que han notado, que si es lenta la caricia, tiene un tacto delicioso. Mis dedos en su textura y parece aun mas hermoso; lo toco sin temor, viendo cómo lo que podría ser doloroso, es ahora placentero. Me gusta la naturaleza y me gustan sus espinas. Hay alguien que también es como él. Hay alguien a quien no temo tocar. Un alma que duele sobre la que me puedo tumbar sin hacerme daño. El viento suave me trae su voz: me despido sin tristeza del olor, del campo imaginado, del sol y sus amenazas, de las flores y del cactus. La realidad junto al espinoso, es por una vez, más maravillosa que mis sueños. La ciudad se mueve ágil, excitada y con apuro, paseando sobre pies de plomo.
Pies de pueblo. Pies del vago, sumergidos en tierras que lo atrapan. Pies del aberrante y pies del divino, elevados sutilmente sobre el suelo. Sus calles atormentadas se juntan y se separan, se intercalan y conversan. Cuentan historias de hombres y mujeres incapaces de protagonizarlas. Sus palabras atraviesan como gritos la débil piel del luchador, que absorbido por el simbolismo del mundo, cae frágil hasta el patio de la villa. Desde ahí mira el mar. Lo mira y respira. El aire entra profundo hinchando su pecho y entonces pregunta al cielo: "Qué querrá contarme ahora?" La ciudad dirige un murmullo ahogado en el viento y le cuenta uno a uno los relatos más tristes de los viajantes: "Esos dolidos pies que no reconocen el cuerpo al que pertenecen... y estas huellas fugaces en mi lomo, son sellos de almas perdidas que prefieren papeles secundarios sin saber que nacieron protagonistas. Sin saber que sus manos dan razón a mi existencia, hoy sus penas y temores son mi calvario y tortura! Y aquí estamos, tú, la lucha; y yo, la furia. Tú las ansias, tú la vida. Tú y yo, atascados frente al mar, esperando a que despierten" A pesar del tiempo que ha pasado sola, sigue estando confundida. Aparece en mi vida desbancando mis ideas, intentando cambiarlas, desatando mi ira. Me convierte en un fantasma, que procrea humanos llenos de quejas, encerrados en un mundo perfecto, que no son capaces de ver. Un fantasma que disfruta, sin ser persona; que tumbado contempla los muros que le separan de la fugaz realidad y espera alargar la dicha.
Han pasado años desde que la conocí, tormentosa coincidencia que logró cambiarlo todo. Una tarde de verano, de calores y sudor, me esperó hasta saciarme de vida y caí rendido a sus pies. Aparentemente era así, llena de defectos incorregibles, como debía de ser todo. Envolvente, desafiante, incontrolablemente bella. Sus palabras, en la voz falsa de una mujer que dice la verdad porque no conoce ninguna, consiguieron acabar con las dudas al respecto. No sé cuándo decidí ponerme a su merced, preparar mi cuerpo para cada sufrimiento nuevo, dejando de desear que acabase el dolor. Yo, un fantasma que pasea por campos iluminados y floridos, con los pies sobre una tierra compuesta de pedazos de mujer. Una sola mujer, que me convirtió en mentira. Las peleas, tan continuas, parecían una sola. Recordaba las palabras de un amigo, una oda a la paz, oraciones de la infancia... no había nada conocido que calmara tal herida. Una mujer herida, que no sabe a dónde va. Mi mujer herida, acabando con mis sueños, desfigurándome a pocos, excavando en el infierno, en busca de algo aun peor. Con el pasar del tiempo se encuentra aún más sola.
Ha aprendido a controlar: la naturaleza ajena y su cabello fino al viento. Es una persona extraña, muerta por desconocida y llana en su rostro de espanto. Pensativa. Sus recuerdos, ya fugaces, se mezclan y se separan. Un mar, un océano abierto y una línea horizontal que divide la realidad de las mejores fantasías. Al interlocutor olvidado le puso un nombre nuevo, unos ojos más hermosos, un color parecido... su piel, tostada al sol, ardió brillante en la escena. Asexuada y confundida, no sabe porqué no es posible mirar más allá. El horizonte no tiene fin por ser en sí una promesa. La promesa en persona, dando forma a la existencia, recordando a la mujer, que mirar hasta el final, como intentar conocer el destino, son de obligado respeto e infantil desatino. No hay nada en esta vida que ella ahora pueda ser; lleva un escote negro y una melena inmóvil... hoy me ha quitado el sueño y el mar me lo ha recordado. |
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