Eva Mendoza amaneció desnuda a las once horas del día después del accidente, junto a unas rocas bajo el puente del Río Rímac. Eva: Correcto. Mire, yo, por mi parte, lo único que quería era librarme de ella y fue justamente así como se lo dije. Advertida estaba desde hacía tiempo. Lo dejé todo bien clarito y fue por eso que no entenderé nunca por qué sigue pareciendo tan terrible lo que pasó. Julieta O. era su nombre de pila, pero en realidad se llamaba Eva Mendoza. Era hija de un carpintero afincado en la zona más deprimida del cono norte de Lima. Pero, atención, nunca le faltó de nada, esto debe entenderse. Éramos pobres, sí, pero no era que no se tuviera para comer. Ella, por ejemplo, fue al colegio hasta los trece años y en esa época y en ese barrio, eso ya era bastante privilegio y a veces creo que fue eso mismo, ese conocer del mundo en la escuela lo que le hizo dejarse. Ay Evita, qué pronto le conocí las mañas. Se cambió el nombre como si fuera algo tan normal y encima, me hizo acompañarla al registro donde se hacen estas gestiones. Yo muerta de vergüenza, por supuesto, no quería ni entrar. Pero ella insistió, con argumentos vagos como que Eva era el nombre de la maldad y Mendoza el del colonialismo, no sé qué de los imperios antiguos. No, no sé de dónde sacó esas ideas. ¿Qué tenía que ver la historia pasada con la que ella podía escribir sobre sí misma? El caso es que para cambiar el nombre, había que ser mayor de edad y por ese entonces no lo éramos, claro. Además, la ley exigía pagar un impuesto bastante alto y unas firmas de familiares o consentimientos que jamás conseguiríamos. Al señor Mendoza no se le podía pedir algo así porque si ya sentía que su hija se avergonzaba de él, saber que también se avergonzaba de su apellido, imagínese, lo iba a sumir en un profundo dolor. Tremendo hubiera sido. Entonces Eva tendría que acostumbrarse a su nombre; hacer como los demás, ensayar una firma de acuerdo a su personalidad, usar un seudónimo en las cartas por último, cansarse hasta de escuchar su nombre para empezar a disfrutarlo después, aunque sea de aburrimiento. Pero no pudo. Era profundo su descontento y no la pude hacer entrar en razón jamás. Cuando conocíamos a alguien, por ejemplo, pedía que la llamaran Julieta. Qué momentos de incomodidad pasé, como ese día cuando fuimos a desayunar al mercado. Al fondo estaba la señora de los pescados que nos quería por montones porque conocía a la familia desde la época de la abuela. Eva no quiso ir a saludarla y en cambio, figúrese, pasó por delante de su puesto sin mirarla y se fue directa hacia la tienda de artículos de belleza a comprar un lápiz labial. Feísimo, le dije, pero no me hizo caso. Le encantaban esas monerías, las telenovelas, el drama. Después tomamos el jugo, me acuerdo. Nos lo tomamos rápido porque quería irse a hablar con las amigas, todas iguales que ella, por supuesto. A ella le gustaba el jugo surtido, que era una mezcla de varias frutas pero entonces, Dios sabe dónde había leído que era mejor tomar el de papaya. Así era siempre, cambiante, disforzada. Yo creo que cada cosa que descubría de sí misma, decidía obviarla y reemplazarla por otra, pero si me pregunta por qué, no sabría qué cosa contestarle. Julieta, Eva o como quiera que se llame esta señorita, nunca disfrutó de nada, así de simple. ¿Y sabe qué más? Se creyó cada palabra que los demás decían sobre ella. Para mí que nunca aceptó sus orígenes y mire que he pensado bastante en este tema, ah. Esa es mi visión y por eso mismo creo que merecía lo que le pasó. Merecía amanecer desnuda como amaneció, no volver a escuchar ninguno de sus nombres en boca de más nadie. Merecía hasta ser odiada. Era necesario sacarla de acá y llevarla bien lejos. Pero bien lejos. Julieta: Era yo quien sentía las cosquillas adentro, no ella. Eso para empezar. Yo le juro, cada día, de lunes a domingo y no me soltaban. Era una sensación pues... como si por dentro alguien me hiciera tener escalofríos. Y por supuesto que Eva no entendía nada de todo esto, ¡ah no!, ella vivía en un punto apartado de la realidad. Aunque estaba siempre conmigo, no quería entender mi incomodidad. Éramos pobres y a mí eso no me gustaba. ¿A quién le gusta ser hija de un carpintero? Bueno, habrá gente a quien le guste, habrá hasta quien acepte, pero para qué voy a engañar a nadie, ¿no? A mi esa vida no me valía, pues. Bueno y por eso lo hice, me cambié de nombre y en cuanto pude, me fui lejos para empezar a disfrutar de la vida, de la vida que yo quería para mí. Yo no tenía esa necesidad que tienen otros de cuidar a los suyos, de ser buenos y esas cosas. No, pues, yo no. Así nací. Ahí sí es cierto lo que dice Eva, eso de que a veces era difícil vivir de espaldas al pasado, pero bueno, era lo que había decidido para mí. Llegó un punto en el que ya no me acordaba de mirar atrás y ¿sabe qué? yo creo que en esos dos o tres años, fui bien feliz, pero bien feliz. Eva casi nunca me fastidiaba, debía ser que se empezaba a desinteresar, pero yo pensé que se había rendido para siempre. Qué ilusa. En fin, pasaron esos dos o tres años, no sé y de pronto, una tarde, me encontré con el viejo en la calle. ¿Qué hacía ahí?, yo no supe nunca. Como en anteriores ocasiones, con otra gente que me crucé una que otra vez, me hice la loca y no lo saludé. Eva, que llevaba meses de meses callada, se puso a hablar bien alto en plena avenida. Nos fuimos, ¿qué iba a hacer? No quería que se degradara mi imagen por hacerle venia a sus sentimientos de culpa. Lamentablemente, desde entonces, la vida a su lado se convirtió en un verdadero tormento. Tanto así que mi carrera se truncó. Me llamaban del teatro día sí y día también para preguntarme que dónde me había metido, que por qué no iba a ensayar. Teníamos preparada una obra, no iba a ser protagonista, pero tenía ese papel… Y sí, claro, lo perdí. Se lo dieron a Rosmeri. Y perdí todo lo demás también. Menos a ella. Por esos días me enfermé, estuve en cama con asma más de veinte días seguidos y ¿cree que me llevó al menos a un hospital decente? No me quiso ni cuidar. Al revés, me siguió tratando como un desecho. Sí, a veces me decía así: desecho social. Cuando se me pasó el asma, nos volvimos a amistar. Ordenamos un poco el apartamento que ya buena falta le hacía y nos compramos fruta, me acuerdo. Creo que fue en medio de esa paz repentina cuando empecé a sospechar que algo iba a pasar. Algo malo, quizás. No estaba muy segura. Se lo comenté una tarde. Me dijo que si lo peor venía, sería mejor que usáramos un método rápido. Me dijo también que estaba realmente cansada de mí y por la forma en que lo dijo, yo le creí. Lo último que hicimos juntas fue caminar cerca al río. En el puente me pidió que nos quitáramos la ropa. Me pareció una idea un poco rara, pero le di el gusto por una última vez. Me alegra pensar que no la volveré a ver.
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He notado, desde hace algún tiempo, que los días pasan más rápido de lo habitual. Por la mañana, es mi propia voz la que promete que será una buena jornada, pero es duro ver que tan pronto viene, se va. He notado también, que al caer las horas, tengo mucho que recordar aunque siga haciendo lo mismo que hice desde siempre. Todo pasa igual de rápido o igual de lento, todo es problemático, riesgoso, intenso y terriblemente imparable. He sabido que las horas corren como antes y que mi piel sigue perdiendo el color del sol con la misma velocidad de cada invierno. He sentido a mi cuerpo cambiar casi tan rápido como a mi mente le ha dejado de interesar mirarlo. He visto lo cotidiano volverse frágil y lo maravilloso, imperceptible; casi tan ágil y casi tan suave como el principio de todas las historias que invento. He logrado vencerme y evitarme al comprender que es tan mágica la luz que llena mi despertar, como lo es la oscuridad que vacía mis noches de verdades. No sé cuándo empecé a acostarme deseando volver a vivir el día que se iba, pero he escuchado que, ni viviendo dos veces, llegaría a saciarme. La tormenta de la rutina es mi adicción, esa encantadora ida y vuelta de las horas que me pasan por encima y no regresan y toda la ansiedad que me produce pensar que no estoy haciendo suficiente aún sabiendo que nunca podría, por mucho que lo intentara. He aceptado que no tendré ojos ni fuerza para contarlo todo. Pero también he entendido que es justamente en esa decepción donde reside el más puro de mis amores: el que siente mi mortalidad por la vida que se le agota, el que me impulsa a seguir regalándome promesas imposibles cada mañana. Conocí en la secundaria a una chica llamada Luz. Le costaba ser espontánea y a mi parecer, era una persona inaccesible. Su padre era un joven de ascendencia indígena que había llegado a la capital para ganar dinero. Ingeniero industrial de profesión, como luego lo sería también su hija, no paró hasta hacerse de oro. Entonces fue cuando lo empezaron a llamar vulgarmente "el rey de la papa" y aunque sigo sin saber bien a quién se le ocurrió la idea, adelanto que su negocio no tenía nada que ver con la alimentación. Una tarde después del colegio, el aire de la avenida La Molina nos despeinó. Mientras buscábamos un hueco para sentarnos en el bus, la locura del tránsito limeño nos obligó a hablar con esfuerzo y la música de fondo a todo volumen, nos hizo gritar. Me acuerdo que sonaba una bachata melancólica muy de moda por esos años que decía con voz alcoholizada Olvídala, mejor olvídala... Era raro que ella y yo coincidiéramos así que me alegré al pensar que por fin había llegado la ocasión perfecta. Debía de haber diez personas dentro de la combi, sin contar al cobrador que movía la cabeza al ritmo de la música con medio cuerpo fuera y al conductor, un hombre gordo y sucio, que imaginé que quería ser cantante. El bus olía a grasa y a comida; seguramente hacía tiempo que nadie se ocupaba de la limpieza, quizás por falta de agua o de costumbre. Imaginé al gordo llegando a casa, allá arriba en algún pueblo joven de Lima, cogiendo por la cintura a su mujer para luego follársela sin desprecio con todo el sudor de la jornada de trabajo encima. Imaginé que para no correrse, recordaba esas largas horas de tráfico lento y desordenado que tenía que soportar para ganar algo de plata. −Mi padre se dedica al textil, tiene una empresa de confección −me contó Luz cuando conseguimos asiento. Mientras la escuchaba, saqué del bolsillo un cuadradito dorado de chocolate que decía “princesa”, lo desvestí y me lo comí como a una mosca la rana. Tres pensamientos, uno tras otro, rondaron mi mente cuando me contó lo de su papá. Lo primero que pensé fue que, la timidez de Luz se podía deber a la responsabilidad de tener un padre indio con dinero; la envidia de los blancos de la sociedad limeña la haría trizas de vez en cuando y aunque no parecía avergonzada de sus orígenes ni afectada por el éxito o el desprecio, yo siempre intenté decirle en silencio que me encantaba que la envidiaran y que no debía de temer mi juicio. No, el mío no. Imaginé que la suya debía ser una de esas familias solemnes, donde, quizás por recelo, intentan con desesperación, no llamar nunca la atención. Tanto si era tímida por miedo o porque era eso lo que había visto en casa, entendía bien que no me hablara nunca. Aunque también cabía la posibilidad de que yo, simplemente, no le cayera bien. En segundo lugar pensé, que si mi padre se dedicara a la ropa como el suyo, yo me podría hacer diseñadora y vivir banalmente de la moda, como esa gente estúpida de la farándula. Por mi mente pasó una imagen en movimiento donde yo, reina de la noche, vestida de gala con un vestido negro muy seductor, lanzaba besitos volados desde lo alto de la pasarela de Paris, tras haber presentado mi nueva colección otoño invierno 2020. Y finalmente, mientras hacía una bolita con la envoltura de mi golosina, tuve el tercer y más revelador pensamiento; me pregunté por qué carajo Luz se había puesto la misma ropa que el día anterior. Se debe haber equivocado, pensé. Bajó de un salto en la parada que está frente al Jockey. −Vaya, fue corto el viaje −me lamenté. Me dijo que ahí tomaba otro bus hacia casa. Luz vivía en Ate, un distrito industrial donde, además de fábricas, habitaba gente de clase media o media baja o media media baja o media casi alta, como ella. Porque en Lima, para quien no lo sepa, hay como diez clases sociales; aunque, por ese entonces, en mi mente existían sólo dos: aquella compuesta por personas que pertenecían a distritos llenos de jardineros uniformados y flores y otra donde no habían flores porque las mototaxis las habían matado sin compasión. En los barrios de la primera clase mencionada yo tenía permiso para salir a pasear de noche; en los otros, no, para mi mala suerte. Cuando Luz bajó, la miré bien. Noté que llevaba un polo de cuello alto de color rojo y unos jeans azul celeste a la cadera. Confirmé que ella nunca usaba estampados. Los zapatos eran de cuero negro y no llevaba collares, tatuajes falsos, ni ninguna de esas cosas inútiles que las adolescentes adorábamos. La adornaban dos brillitos: uno en cada oreja y el movimiento de su pelo suelto expuesto sin miedo al smoke de nuestra gris y palpitante cité. ¿Era guapa? Yo diría que no, aunque tenía un cuerpo bonito; ya le habían salido las tetas y las tenía más grandes que yo. Se movía con gracia, haciendo buen uso de sus anchas caderas de niña casi mujer. También recuerdo que tenía la boca grande, los ojos chicos y un suave rastro oriental que me hacía pensar en ese dicho odioso "acá el que no tiene de inga, tiene de mandinga". La nariz la tenía gorda, de eso también me acuerdo. −¡Chau Luz! −grité por la ventana de la combi, moviendo emocionada la mano. El cobrador libidinoso siguió su culo quinceañero con la mirada atenta, mientras se relamía el labio superior lleno de babas. −Qué asco, comenté sentenciosa, en un intento por defender a esa chiquita llena de misterio que se resistía a ser mi amiga. Luz Zaa pertenecía a ese curioso grupo de gente que no brillaba a pesar de ser brillante y que tampoco parecía afectada por ello. Tenía buenas notas en las asignaturas de ciencias pero no se le daban demasiado bien las artes ni las letras. A pesar de eso, se consiguió un puesto asegurado en la lista semanal de los 30 primeros de nuestro grado. Publicaban en el patio los resultados de los exámenes a los que cada lunes nos sometían nada más empezar el día. El colegio al que íbamos nos exigía competir, tanto para ser el mejor como para ser el peor, el caso era luchar o al menos yo así lo veía. Y lo confirmaba la escena de cada viernes donde los primeros que corrían a ver el panel de notas eran los que peleaban por los primeros y últimos puestos. Los más felices de la semana eran justamente el número 1 y el número 150, que era la cantidad exacta de alumnos que componían el grado. Por esos días, me empezaba a preocupar por esta falta mía de consistencia de vida, que era como yo lo llamaba. Por ejemplo, a veces pensaba que quería ser escritora y entonces recordaba mi mala memoria. ¿Dónde viste una escritora desmemoriada y sin consistencia de vida?, me decía, sin siquiera entender el significado de la frase. Me imaginaba en la presentación del libro, el libro, respondiendo a la pregunta clásica de qué autores me habían inspirado en el proceso de escribirlo y yo, sin recordar uno, salía corriendo por la puerta de atrás como en las películas, para luego acabar borracha en el bar más cercano. La escritora que no sabe de literatura, la que no se acuerda de lo que comió anoche, la que se despista con las manchas del techo, vaya futuro… El día posterior al encuentro con Luz, pensaba en este problema mío mientras veía el panel con los resultados del examen semanal. Yo era de las primeras siempre. Algunas veces la primera. Otras, la segunda o la tercera, siempre empezando por arriba. Y Dios sabrá cómo, porque yo nunca entendí nada y por supuesto, tampoco recuerdo lo que ese panel decía que sabía. Mi inconsistencia de vida y perdonarán que me repita, debió de nacer de una profunda rebeldía de espíritu, esa que me lleva a olvidar todo lo que aprendo como si fuera una viejecita. Ya desde esos tiempos lejanos odiaba estudiar. Tampoco recuerdo que prestara mucha atención a los profesores, tenía sueños eróticos con todos ellos pero no les escuchaba. Tampoco era muy buena copiando, así que mi éxito no tenía explicación. El 90% del tiempo lo gastaba imaginando escenas románticas con el chico de turno y observando mi alrededor: la gente, la vida, el cielo feo, las ventanas, ¿estaban limpias? ¿sucias?, ¿qué habrá hecho la vieja para comer?, ¿a qué edad me casaré?, ¿estaré embarazada ya?, ¿me centraré con los años?, ¿por qué Luz, teniendo una fábrica entera, se viste dos días con la misma ropa? Esa falta de consistencia, como la llamaba yo, me hacía sentir una casi obsesiva admiración por las personas sencillas que salían adelante haciendo siempre lo mismo, de manera mecánica, sin ponerse a dudar ni rechistar, sin contar estrellas o pajaritos en el aire. Y por eso el papá de Luz me interesaba. Por eso me interesaba Luz también. Por eso imaginaba cosas con Luz: La mamá de Luz la esperaba con el arroz caliente. Ella comía, -despacio claro, no como yo-. Entonces, el papá llegaba de la fábrica y le besaba la frente: no importa si lo haces bien o mal mientras lo sigas haciendo, era el mensaje. Luego leían en familia algún libro o miraban un programa en la tele. Así eran sus días en mi mente, sin gritos, sin problemas. La constancia no era mi fuerte, pero era el de ellos. Eso seguro. Los días siguientes investigué más sobre el término el rey de la papa. Mi investigación se inició en la cocina de mi casa y tuvo como muestra, a mi señora madre, la única que aplaudía con orgullo todas mis locuras. −Vieja, ¿por qué a los hombres ricos que no son blancos les dicen reyes de la papa?, le asunté como quien no quiere la cosa, mientras me miraba comer. Su cara, hecha cuadro, me invitó a bajar la intensidad: −¿Me echas más arroz? –lo pensó unos segundos hasta que dijo: −Bueno hija, es un decir. Se les dice así despectivamente. Rey de la papa es el que baja de la sierra, llega a Lima, monta su negocio, gana plata y se olvida de dónde vino. Lo de la papa es porque en la Sierra es lo que más se cosecha. −¿Cómo así que se olvidan? ¿Les preguntan si se olvidan acaso? −No creo −me dijo con la cuchara en la mano, −¿qué tal el colegio? La primera toma de contacto con el tema me ayudó a entender que era un poco incómodo para mamá y concluí que, entonces, no lo sería para papá. −Gordo, ¿por qué a los cholitos que hacen plata les llaman los reyes de la papa? Explotó en risa y me dijo que dejara de hablar huevadas. Tampoco en el colegio encontré gran información. Con las semanas se me olvidó la tontería y me dediqué a otras cosas. Incluso se me olvidó Luz y su familia llena de consistencia. Y menos mal. Al poco tiempo, justo cuando su misteriosa personalidad dejó de interesarme, se convirtió en la protagonista del mayor escándalo mundial del año 2002. El rumor, que como siempre, llegaba tarde a mis oídos, era cierto: Luz y Juan Carlos, el profesor de Historia Universal eran pareja. Lo confirmó el despido repentino de Juan Carlos. Me pregunté si el profesor, amante mío en sueños antes de las vacaciones de Julio, ya había notado que Luz se ponía la misma ropa dos días seguidos. ¿Y qué diría el padre de Luz con tremendo escándalo? Pues nada, qué iba a decir. Le habría dado igual. Era un buen padre, no importaba lo que ella hiciera, sino lo que ella era. Luz se convirtió en la más popular del colegio. A pesar de sus aparentes deseos de pasar desapercibida, ahora todos la imaginaban haciendo posturas sexuales de adultos con el profesor veinte años mayor. Todo eso la envolvía en un halo de madurez prematura encantador. Desde la terraza donde me sentaba a conversar en el recreo, la vi una vez sonriendo rodeada de gente, hablando con soltura como nunca antes. Por la tarde, en casa, me la volví a imaginar haciendo planes: el lunes y el martes toca el modelo a, entonces esos días, me tiro al profe en el parque; los miércoles y jueves toca el modelo b, entonces esos días, me tiro al profe en su casa; los viernes y sábados toca el modelo c y me tiro al profe en mi casa y el domingo... Ahí ya no sabía qué pensar. Quizás el domingo la pasaba desnuda. Perdida en mis pensamientos inconclusos entendí que el rey de la papa, su padre, debía estar orgulloso de ella: su vida nunca perdió consistencia. Cuando la ornitorrinco hembra siente dolor, el ornitorrinco macho se acerca a ella haciendo un movimiento de cabeza. El fenómeno está siendo estudiado por especialistas de la National Geographic. Todavía no le han puesto nombre y por eso pensé que, quizás, si me animaba a darle una vuelta al tema, mis miles de lectores de la prestigiosa revista podrían encontrarle uno.
Empezaré por aclarar que el ornitorrinco macho que se acerca a la hembra adolorida no es un ornitorrinco macho cualquiera; se trata de uno de esos típicos bichos despistados que se la pasan por ahí comiendo moscas y plantas como quien no quiere la cosa, esos que cae la lluvia y ni se inmutan. El ornitorrinco "lento", como también se le suele llamar, tiene una capacidad natural para apreciar el estado terrible en el que, de pronto y sin razón conocida, la hembra sufre. Al oler las emisiones de la hembra en duelo, una fuerza sobrenatural parece atraerlo hasta ella. Absorto en un estado de aparente espiritualidad, se acerca y la ronda; literalmente la ronda hasta marearla y hacerla caer al suelo. La hembra, además de adolorida, se encuentra de pronto, perdida. Echada de costado se termina de hundir en su miseria y entonces, el ornitorrinco macho, que se las sabe todas, se acerca un poquito más y le dice, digo yo, algo como "hola nena, pasaba por aquí y verás, no he podido olvidarte" (A los de la revista se les escapan estos detalles). La ornitorrinco hembra, mareada, atontada y sobretodo, adolorida, escucha estas palabras como si le contaran un chiste y entonces, ocurre el milagro: Como respuesta automática, la ornitorrinco hembra empieza a salivar un líquido dulce que el ornitorrinco macho lame descontrolado hasta entrar en un trance del que parece no querer salir jamás. En ese preciso momento de éxtasis, la ornitorrinco hembra lanza por el pico un veneno mortal sobre el macho y una vez muerto, lo entierra usando las patas traseras. Con los días, ella vuelve a sus quehaceres, se peina, depila y esas cosas. Pero de pronto, la embarga la culpa. La hembra ornitorrinco entra nuevamente en una fase de dolor agudo. Le duele la panza, una pata, los ojos. Entonces, otro ornitorrinco macho se acerca lentamente entre la hierba haciendo un gracioso movimiento de cabeza. |
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