Spanish version:
Al final de la calle Avellaneda, a Fausto se le cerraban las puertas del bus en las narices. Miró fijamente al interior y tocó el vidrio de la puerta insistentemente mientras mostraba la tarjeta de acceso al viejo panzón que estaba al volante. El semáforo seguía en rojo, no me jodas, ¿qué le cuesta? La cara de ruego se convirtió en una de odio, pero al conductor no se le movió una arruga. Todo su cuerpo, medio apoyado en el volante, expresaba desprecio. La verdad es que hacía ya buen tiempo que no se le movían las arrugas a Colombo o como diría su mujer: ¡Es un trapo andante! Pero esto, obviamente, Fausto no lo sabía porque no conocía de nada ni a la mujer del conductor ni al conductor, ni a nadie de su familia, ya que estamos. Así que Fausto se indignó. Y no lo culpo. Se indignó sobremanera al ver la falta de reacción, simpatía, empatía si quieres, no sé, humanidad, coño. El hombre lo había visto correr como un loco por el espejo retrovisor, pero nada. Arrastrando la mochila lo había visto; colgando los cascos. La nada absoluta. El caballero sin expresión, Colombo, de audición -entre otros males- ya iba mal, así que no escuchó bien lo que Fausto dijo cuando arrancó el bus. Y tampoco lo vamos a repetir aquí, porque ni falta que hace. Pero sí que lo vio correr y sí que lo vio rogarle. Y sí que decidió ignorarlo. Unos segundos más tarde, a la altura del puente cruzando el río, ese que separa a los ricos de los casi ricos y a solo unos metros de la parada donde Colombo decidió que ya-estaba-bien-de-ser-un-amable-mamón-todo-el-rato, el autobús paró de repente y a Fausto, que se estaba todavía recuperando del sprint, lo atacó una terrible curiosidad. Por la forma en la que el vehículo paró, medio ladeado de la parte delantera hacia el bordillo, como si se le hubiera cruzado de pronto una liebre o como si algún fallo técnico hubiera forzado la parada, era claro que algo andaba mal. Un inciso: por ese puente, por si el lector no ha estado todavía y le gusta llevar cuenta del tiempo, pasa mucha gente cada día. Es una de las zonas más transitadas de la ciudad de Yanil. Calculando que Fausto salía de trabajar a las 6 de la tarde en esa época, ese bus habría estado en Avellaneda para las 6:37 pm. Y parado de nuevo, aun por motivos desconocidos, para las 6:38 pm. Fausto tuvo un golpe de intuición cuando vio el autobús parar. Una parte de él pensó que el autobusero se habría apiadado de él, pero también cabía la posibilidad de que algo más estuviera sucediendo. Así que se echó de nuevo a correr hacía allí. El corazón, entre la rabia, la duda y el esfuerzo, estaba que se le salía. Un abuelo cualquiera que miraba con atención la escena desde una banca al otro lado de la calle, se quitó despacio el sombrero azul de la cabeza para afinar la vista y terminar gritando: ¡Accidente! Vaya sorpresa la de Fausto cuando al llegar al autobús, confirmó sus sospechas. A Colombo se le acabaron los días y pasó de ser trapo a ser nada. Fausto podría bien haber sido la última persona que sus ojos miraron, una imagen fija que se queda pegada en la mente hasta que todo se hace oscuro en la eternidad. Cualquiera diría que Colombo no sería un héroe para nadie y seguramente sería olvidado pronto. Total, se trataba de un simple conductor mala leche cercano a la jubilación. Fausto no podía estar más en desacuerdo. English version: At the end of Avellaneda street, Fausto found himself with the bus doors closing right in front of him. He stared inside and tapped insistently on the glass door while showing his access card to the old chubby driver behind the wheel. The traffic light remained red, damn it, what's his problem? His pleading expression turned to one of anger, but the driver didn't budge a wrinkle; his whole body, half-leaning on the steering wheel, expressed disdain. Truth be told, it had been quite some time since wrinkles moved on Colombo's face, or as his wife would say to her friends: "He's just a walking rag!" But obviously, Fausto didn't know this because he didn't know the driver's wife, the driver, or anyone in his family, for that matter. So Fausto felt frustrated. And I don't blame him. It was the lack of reaction, sympathy, empathy if you will, I don't know, humanity, for fuck's sake. The man had seen him sprinting like crazy in the rearview mirror, but nothing. He had seen him dragging his backpack, dangling his headphones. The expressionless gentleman, Colombo, had - among other ailments - hearing issues, so he didn't hear well what Fausto said as he drove off. And we're not going to repeat it here either, as it would be totally unnecessary. But he did see him run, and he did see him plead. And he did decide to ignore him. A few seconds later, just as the bus reached the bridge crossing the river, the one that separates the rich from the almost-rich, and only a few meters from the stop where Colombo decided he was done-with-being-a-friendly-jerk-all-the-time, the bus suddenly stopped, and Fausto, who was still recovering from the sprint, was seized by a terrible curiosity. The way the vehicle stopped, half-leaning towards the curb at the front, as if a hare had suddenly darted in front of it or as if some technical glitch had forced the break, it was clear that something was wrong. An aside: for those readers who haven't been in Avellaneda yet and like to keep track of time, a lot of people pass over that bridge every day. It's one of the busiest areas in the city of Yanil and considering Fausto got off work at 6 p.m., the bus 49 would have been on Avellaneda at 6:37 p.m. And stopped again, for unknown reasons, at 6:38 p.m. Fausto had a gut feeling when he saw the bus stopping. Part of him thought the bus driver had taken pity on him, but there was also the possibility that something else was happening. So he started running again. His heart, torn between anger, doubt, and effort, felt like it was about to burst. A bystander grandpa who was attentively observing the scene from a bench across the street slowly took off his blue hat to get a better look and ended up shouting: "Accident!" What a surprise it was for Fausto when he reached the bus and confirmed his suspicions. Colombo's days had come to an end; he went from being a rag to being nothing. Fausto could well have been the last person his eyes saw, a fixed image stuck in his mind until everything would turned dark in eternity. A haunting thought, to say the less. Anyone would think that Colombo was no hero and would probably be forgotten soon. After all, he was just a grumpy driver nearing retirement. But Fausto couldn't disagree more.
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Posiblemente ya hace más de un año. Y como todos los años, muchas cosas han pasado, cosas que no encajan o que de pronto me hacen pensar que en realidad, lo que no encaja es todo lo que hasta entonces parecía encajar.
Y cuando ese pensamiento llega, hay que sacar todas las piezas y volver a evaluar el espacio. Es un impulso irrefrenable pero hay que elegir bien antes de rellenar el tablero, para que todo tenga forma y sentido como antes. Es un trabajo extenuante y por eso, prefiero buscar uno nuevo. . Por eso, porque empezar de cero es divertido y porque en la sorpresa de encontrar piezas nuevas se me olvida el tablero anterior. O al menos fue así hasta ahora. Con el tiempo algunas piezas de pronto se vuelven demasiado importantes, tienen un color que quizás costó demasiado conseguir o simplemente reaparecen siempre hasta que uno les coge cariño... y no se les puede dejar de considerar, ni siquiera cuando se cambia de tablero. A esas piezas hay que encontrarles un espacio sí o sí y hay que hacer que todo lo demás encaje con ellas, sin dejar que se conviertan en la única razón para jugar, porque si eso sucede, ¡ay! si eso sucede. Entonces todo se convierte en un tremendo aburrimiento. La línea Musa conecta la ciudad de Lima de este a oeste. La atraviesa en viajes de carretera que duran aproximadamente dos horas, aunque cuando el tráfico aprieta, el tiempo puede ser mucho mayor. Manuel llevaba una vida que, vista desde fuera, era recatada pero si existiera un medio para ver más allá de las formas, un colorido mundo interior lo convertiría en un ser para nada común.
De lunes a viernes trabajaba en una empresa cercana a la avenida La Marina, en el distrito de Magdalena, no le pagaban mucho pero gozaba de un contrato estable y algunos días libres al año; los jefes lo saludaban por las mañanas y, aunque trabajaba largas horas, todos parecían tenerlo en consideración. Los fines de semana, los dedicaba al descanso y a aquellas insignificantes curiosidades suyas que poco aportaban a su objetivo de vida, si es que alguno tenía. Para ser una persona de treinta y tantos, no estaba mal. Si bien no había logrado mucho, parecía ser feliz, sumergido en una existencia que bien se podría comparar a la de un huevo escalfado: deliciosamente aburrida. Los que conocían a Manuel se sentían bien al pensar en él o por lo menos ninguno se sentía amenazado. En la familia se le recordaba como un tímido incorregible, constantemente perdido en sus propios laberintos emocionales, aquellos que jamás fueron construidos por nadie, excepto por él mismo. En su mente, las situaciones cobraban una vida distinta, las conversaciones ajenas escondían misterios de gran importancia y se divertía desvistiendo la mente de quienes le rodeaban hundido en un irrompible silencio. De acuerdo con lo que me contó, fue un miércoles como hoy cuando pasó aquello, una especie de dulce epifanía en el lugar menos esperado. No eran más de las siete de la mañana. Despertó con la sensación de estar olvidando algo importante, se lavó las manos, los dientes, la cara y se vistió con la misma discreción característica que lo había llevado, según él, a ser lo que era. Al salir de casa, tocó sus bolsillos haciendo un rápido ejercicio mental: llaves, teléfono, billetera. Todo en orden. Esperaba que apareciera el sol pero el cielo aparentaba vejez. Con un poco de atención, se podían ver las finas gotas de agua caer sobre el asfalto. Merecía la pena hacer el ejercicio de concentrar la vista en el aire para intentar ver la garúa pues regalaba minutos o segundos en los que nada más importaba. Paró a tomar un café donde Don Juan Severino, un ambulante de desayunos; se sentó en el banco del bar improvisado en la esquina entre las calles Santa Patricia y Padre Cosme e intercambió algunas palabras sin importancia con el vendedor. Cuando terminó, sacó un sol del bolsillo; como la moneda era brillante, el humilde Juan pensó que acababa de convertirse, gracias a Manuel, en uno de los primeros en tocarla y sonrió sinceramente por largo rato mientras evaluaba su emoción: primero no creo, pero el tercero o el cuarto sí, pensó ilusionado. Ya en el paradero, Manuel miró su reloj y cuando volvió la vista al infinito, donde normalmente la dejaba mientras esperaba, llegó el bus a toda velocidad. Frenó con fuerza y de él cayó el cobrador, un hombre pequeño de piel clara que hacía gestos exagerados para invitar a las personas a entrar al bus; y cuando este se movió, el cobrador se alzó en la puerta lateral con medio cuerpo fuera del coche. A diferencia de otros cobradores que Manuel había observado a lo largo de su vida, este parecía ser consciente de la falta de potencia en sus gritos. Le pareció que el cobrador no tenía madera para su oficio y se compadeció de él. Tres calles más abajo, en la Avenida del Parque Norte, entraron cinco personas: dos jóvenes estudiantes, un niño de unos ocho años y los que parecían ser los padres de este. Manuel había elegido como siempre el asiento del medio del vehículo; no encontró dificultad en sentarse a pesar del movimiento brusco del bus, que parecía desear llegar al Callao lo más pronto posible. Tenía la suerte de que la suya era una de las primeras estaciones del recorrido, algo que le permitía elegir un lugar cómodo, cercano a la ventanilla. Había ideado un plan de entretenimiento para sus viajes. Conectó sus auriculares al teléfono y eligió una lista de música preferida para afrontar la espera. Ante sus ojos, la larga avenida se empezaba a despertar, los árboles se habían cubierto de una capa negra que se veía con más claridad que nunca y en el suelo, no encontró una sola flor, la gente pasaba rápida ante sus ojos y eran pocos los que parecían estar felices. Tampoco dentro se respiraba una gran exaltación, dos hombres bien vestidos conversaban frente a él y aunque no los oía, podía intuir que no se trataba de otra cosa que trabajo y frustración. Un niño entró a pedir limosna armado con una zampoña improvisada, Manuel no lo escuchó cantar y cuando pasó por su asiento, le dijo que no con el índice. Esto es cosa de cada día, se dijo a sí mismo intentando convencerse. Al llegar a la avenida Javier Prado, unos rayos de sol empezaron a iluminar la calle. En la parada 13 subió una joven que se sentó a su lado junto con cuatro hombres más con aspecto serio, que llenaron el largo espacio trasero. Era ciertamente desconcertante que por el momento, nadie hubiese bajado del bus y aún más, que ninguno de los presentes lo hubiese notado. El espacio estaba lleno a excepción de un asiento que de pronto fue tomado por el cobrador; este se alzó despacio y cerró suavemente la puerta del micro. Gritó algo que Manuel no pudo escuchar y el conductor le contestó con un gesto de aprobación mirándolo desde el espejo retrovisor. La joven que estaba a su lado rozaba el hombro de Manuel. Este, sin quitarse los audífonos del todo, pero separándolos un poco de las orejas, le pidió disculpas pero ella no escuchó y él no tenía intención de hablar más, era demasiado temprano para eso. Ella suspiró y de su boca salió un olor dulce a leche con cacao. Imaginó el desayuno que habría tomado y deseó con todas sus fuerzas haberlo compartido con ella. Se sintió solo y cambió la música. Faltaban al menos tres paradas más para llegar a su destino cuando de pronto, sintió el silencio. Se quitó los audífonos y giró la vista: todos los pasajeros estaban haciendo lo mismo. Se miraban entre ellos casi con desesperación, parecían buscar respuestas, parecían perdidos, irreales, sumidos en un profundo miedo colectivo que no se podía explicar con palabras. Dejó de existir el deseo de ver qué sucedía afuera, nadie miraba por las ventanas ni se preocupaba del tráfico, nadie gritaba, nadie deseaba huir. La corriente de aire que se colaba por las ventanas dejó de llegar y el mundo entero pareció colapsar en el preciso instante en el cual empezó el verdadero viaje. Ensimismado, Manuel tocó la mano izquierda de la chica que estaba sentada a su lado. Observó que el cobrador había empezado a sonreír mientras se miraba con infantil curiosidad las uñas de la mano derecha. “Amira” susurró ella. “Manuel”, respondió. El micro recorrió las diez paradas faltantes hasta el Callao lentamente, como si atravesase un camino mágico; luego, giró durante horas por la zona del puerto, la Plaza Central y las avenidas circundantes. Tomó nuevamente la vía principal e inició su recorrido hacia la Musa. Una vez allí, atravesó varias calles hasta retomar el camino principal y repitió incontables veces su recorrido. Durante todo el tiempo que no se pudo contar, Manuel pensó mucho en su historia, en sus deseos y en la velocidad con la que pasa la vida frente a él, casi sin poder tocarla, abrumada de miedos que le nublaban el alma. Amira fue sincera al comunicar sin palabras que también se sentía perdida. Las horas pasaron como pasan siempre hasta que, de a pocos, algunos empezaron a irse. Se les despedía con alegría aunque nadie podía entender por qué hasta que no le tocaba hacer lo mismo. Cuando llegó su momento, Manuel apretó fuerte la mano de Amira sintiendo en ella a todas las mujeres. De pronto recordó que había olvidado algo al salir de casa, bajó con calma del micro, golpeó tres veces el costado de la máquina con la palma derecha y la vio arrancar hacia quién sabe dónde. Perdido en el horizonte, el bus parecía existir con la misma fuerza de siempre. La noche estaba cayendo frente al lago de La Molina. Con absoluta certeza y profunda tranquilidad, Manuel volvió, abrazó a su familia y besó a su mujer, caminó descalzo por cada rincón de su casa, respiró sus olores y escuchó sus sonidos: todo parecía claro entonces. Manuel despertó agitado, ya nada era lo mismo de siempre. ¿Nunca cambiarás? preguntó. En sus ojos, ardidos de pena, parecía haber un nuevo impulso, como cuando antes de morir se dice una frase lúcida o como cuando la pausa engañosa previa a la locura, parece ser una señal de salvación.
No había mucho que indagar pues es la tendencia lo que guía la vida de todos los hombres, incluso de aquellos que de ella huyen. Esa noche Ana creó en su imaginación miles de recuerdos de antiguos comportamientos de Manuel y al verlos tan claros, aunque probablemente no existieron nunca tal y como ella los pensó, entendió que ya nada podía ser distinto en él. Había conocido hacía menos de un año y después de 70 de luchas, al hombre que le hizo pensar que era su último y más maravilloso amor, el mismo que hoy era la causa de toda su desesperación. Pensando en esto recordé el nacimiento de una idea antigua: Habíamos ido como cada sábado por la mañana, mi hermano, mi padre y yo al Faro de Miraflores. Ahí había una cancha de fútbol improvisada, sin barreras, ni arcos, una que aún existe, aunque bastante más moderna. Recuerdo que el único límite que tenía era el mar, que sonaba fuerte bajo nuestros pies, como unos 35 metros más abajo. Mientras los adultos hacían su mejor intento por jugar al fútbol, nosotros, los niños, nos tumbábamos a mirar el cielo y recreábamos sueños en las nubes que pasaban veloces en verano. A veces la pelota caía hasta el mar, dando por terminado el juego antes de tiempo; cuando esto pasaba, volvíamos todos a casa, con la duda que amenazaba con hacerse eterna de quién habría ganado el partido. Una tarde, uno de los amigos de mi padre me pidió que lo acompañara a un lugar especial. Caminé junto a él, según mis pequeños y seguramente inexactos recuerdos, miles de pasos, hasta llegar a un pequeño parque donde había una gran roca en el borde del precipicio. Me cargó en brazos y me subió en ella casi sin esfuerzo. Dibujó en el aire el horizonte en dirección al mar y dijo, ¿ves la línea del final? Es la señal de que el mundo nunca termina. Le pregunté si se podía ir más allá del Pacífico. Me volvió a tomar, esta vez por la cintura y cuando estuve en el suelo rascó con fuerza mi cabeza y contestó sonriente que siempre hay tiempo para eso. Pensé que quizás podría dedicar mi vida a cruzar esa línea. Intenté convencerme de que esa sería la única solución al tedio de la costumbre que aplastaba la vida de todas las personas que veía a mi alrededor, pero para bien o para mal, entendí con el tiempo que incluso la falta de costumbre es una tendencia. Cuando Ana dijo esas palabras, Manuel intentó sentarse en una silla, hizo sonar alguna frase ofensiva imposible de entender y cayó al suelo como un bulto sin sentir vergüenza. La conversación había terminado. Ana abandonó el salón y fue a buscar una manta en el armario de la habitación donde había estado durmiendo hasta hacía unos minutos. Al encontrarla se percató del buen olor que tenía y pensó que esto podría atenuar la peste que emanaba el cuerpo dormido de su amado. Ese cuerpo viejo y rajado que ahora simbolizaba para ella el más grande auto engaño de su historia. Estiró sobre él la manta y a sabiendas de que no la escuchaba le confesó al oído algo tan grave que nunca me lo quiso contar. Ana fue al baño, se lavó la cara, se lavó las manos. Evitó mirarse al espejo, (cosa que también habría hecho yo) y pasó un peine lentamente por su cabello blanco. Se fue a dormir nuevamente no sin antes pensar que debió darse cuenta antes: la tendencia de la vida de Manuel guiaría por siempre sus días, ni siquiera el amor encontrado a la vejez sería capaz de cambiar la realidad de sus costumbres. Concluyó que esta vez, al fin, todo estaba perdido. No habrían más amores que esperar. Entendió que más allá de la tendencia, solo queda la resignación. Eva Mendoza amaneció desnuda a las once horas del día después del accidente, junto a unas rocas bajo el puente del Río Rímac. Eva: Correcto. Mire, yo, por mi parte, lo único que quería era librarme de ella y fue justamente así como se lo dije. Advertida estaba desde hacía tiempo. Lo dejé todo bien clarito y fue por eso que no entenderé nunca por qué sigue pareciendo tan terrible lo que pasó. Julieta O. era su nombre de pila, pero en realidad se llamaba Eva Mendoza. Era hija de un carpintero afincado en la zona más deprimida del cono norte de Lima. Pero, atención, nunca le faltó de nada, esto debe entenderse. Éramos pobres, sí, pero no era que no se tuviera para comer. Ella, por ejemplo, fue al colegio hasta los trece años y en esa época y en ese barrio, eso ya era bastante privilegio y a veces creo que fue eso mismo, ese conocer del mundo en la escuela lo que le hizo dejarse. Ay Evita, qué pronto le conocí las mañas. Se cambió el nombre como si fuera algo tan normal y encima, me hizo acompañarla al registro donde se hacen estas gestiones. Yo muerta de vergüenza, por supuesto, no quería ni entrar. Pero ella insistió, con argumentos vagos como que Eva era el nombre de la maldad y Mendoza el del colonialismo, no sé qué de los imperios antiguos. No, no sé de dónde sacó esas ideas. ¿Qué tenía que ver la historia pasada con la que ella podía escribir sobre sí misma? El caso es que para cambiar el nombre, había que ser mayor de edad y por ese entonces no lo éramos, claro. Además, la ley exigía pagar un impuesto bastante alto y unas firmas de familiares o consentimientos que jamás conseguiríamos. Al señor Mendoza no se le podía pedir algo así porque si ya sentía que su hija se avergonzaba de él, saber que también se avergonzaba de su apellido, imagínese, lo iba a sumir en un profundo dolor. Tremendo hubiera sido. Entonces Eva tendría que acostumbrarse a su nombre; hacer como los demás, ensayar una firma de acuerdo a su personalidad, usar un seudónimo en las cartas por último, cansarse hasta de escuchar su nombre para empezar a disfrutarlo después, aunque sea de aburrimiento. Pero no pudo. Era profundo su descontento y no la pude hacer entrar en razón jamás. Cuando conocíamos a alguien, por ejemplo, pedía que la llamaran Julieta. Qué momentos de incomodidad pasé, como ese día cuando fuimos a desayunar al mercado. Al fondo estaba la señora de los pescados que nos quería por montones porque conocía a la familia desde la época de la abuela. Eva no quiso ir a saludarla y en cambio, figúrese, pasó por delante de su puesto sin mirarla y se fue directa hacia la tienda de artículos de belleza a comprar un lápiz labial. Feísimo, le dije, pero no me hizo caso. Le encantaban esas monerías, las telenovelas, el drama. Después tomamos el jugo, me acuerdo. Nos lo tomamos rápido porque quería irse a hablar con las amigas, todas iguales que ella, por supuesto. A ella le gustaba el jugo surtido, que era una mezcla de varias frutas pero entonces, Dios sabe dónde había leído que era mejor tomar el de papaya. Así era siempre, cambiante, disforzada. Yo creo que cada cosa que descubría de sí misma, decidía obviarla y reemplazarla por otra, pero si me pregunta por qué, no sabría qué cosa contestarle. Julieta, Eva o como quiera que se llame esta señorita, nunca disfrutó de nada, así de simple. ¿Y sabe qué más? Se creyó cada palabra que los demás decían sobre ella. Para mí que nunca aceptó sus orígenes y mire que he pensado bastante en este tema, ah. Esa es mi visión y por eso mismo creo que merecía lo que le pasó. Merecía amanecer desnuda como amaneció, no volver a escuchar ninguno de sus nombres en boca de más nadie. Merecía hasta ser odiada. Era necesario sacarla de acá y llevarla bien lejos. Pero bien lejos. Julieta: Era yo quien sentía las cosquillas adentro, no ella. Eso para empezar. Yo le juro, cada día, de lunes a domingo y no me soltaban. Era una sensación pues... como si por dentro alguien me hiciera tener escalofríos. Y por supuesto que Eva no entendía nada de todo esto, ¡ah no!, ella vivía en un punto apartado de la realidad. Aunque estaba siempre conmigo, no quería entender mi incomodidad. Éramos pobres y a mí eso no me gustaba. ¿A quién le gusta ser hija de un carpintero? Bueno, habrá gente a quien le guste, habrá hasta quien acepte, pero para qué voy a engañar a nadie, ¿no? A mi esa vida no me valía, pues. Bueno y por eso lo hice, me cambié de nombre y en cuanto pude, me fui lejos para empezar a disfrutar de la vida, de la vida que yo quería para mí. Yo no tenía esa necesidad que tienen otros de cuidar a los suyos, de ser buenos y esas cosas. No, pues, yo no. Así nací. Ahí sí es cierto lo que dice Eva, eso de que a veces era difícil vivir de espaldas al pasado, pero bueno, era lo que había decidido para mí. Llegó un punto en el que ya no me acordaba de mirar atrás y ¿sabe qué? yo creo que en esos dos o tres años, fui bien feliz, pero bien feliz. Eva casi nunca me fastidiaba, debía ser que se empezaba a desinteresar, pero yo pensé que se había rendido para siempre. Qué ilusa. En fin, pasaron esos dos o tres años, no sé y de pronto, una tarde, me encontré con el viejo en la calle. ¿Qué hacía ahí?, yo no supe nunca. Como en anteriores ocasiones, con otra gente que me crucé una que otra vez, me hice la loca y no lo saludé. Eva, que llevaba meses de meses callada, se puso a hablar bien alto en plena avenida. Nos fuimos, ¿qué iba a hacer? No quería que se degradara mi imagen por hacerle venia a sus sentimientos de culpa. Lamentablemente, desde entonces, la vida a su lado se convirtió en un verdadero tormento. Tanto así que mi carrera se truncó. Me llamaban del teatro día sí y día también para preguntarme que dónde me había metido, que por qué no iba a ensayar. Teníamos preparada una obra, no iba a ser protagonista, pero tenía ese papel… Y sí, claro, lo perdí. Se lo dieron a Rosmeri. Y perdí todo lo demás también. Menos a ella. Por esos días me enfermé, estuve en cama con asma más de veinte días seguidos y ¿cree que me llevó al menos a un hospital decente? No me quiso ni cuidar. Al revés, me siguió tratando como un desecho. Sí, a veces me decía así: desecho social. Cuando se me pasó el asma, nos volvimos a amistar. Ordenamos un poco el apartamento que ya buena falta le hacía y nos compramos fruta, me acuerdo. Creo que fue en medio de esa paz repentina cuando empecé a sospechar que algo iba a pasar. Algo malo, quizás. No estaba muy segura. Se lo comenté una tarde. Me dijo que si lo peor venía, sería mejor que usáramos un método rápido. Me dijo también que estaba realmente cansada de mí y por la forma en que lo dijo, yo le creí. Lo último que hicimos juntas fue caminar cerca al río. En el puente me pidió que nos quitáramos la ropa. Me pareció una idea un poco rara, pero le di el gusto por una última vez. Me alegra pensar que no la volveré a ver. He notado, desde hace algún tiempo, que los días pasan más rápido de lo habitual. Por la mañana, es mi propia voz la que promete que será una buena jornada, pero es duro ver que tan pronto viene, se va. He notado también, que al caer las horas, tengo mucho que recordar aunque siga haciendo lo mismo que hice desde siempre. Todo pasa igual de rápido o igual de lento, todo es problemático, riesgoso, intenso y terriblemente imparable. He sabido que las horas corren como antes y que mi piel sigue perdiendo el color del sol con la misma velocidad de cada invierno. He sentido a mi cuerpo cambiar casi tan rápido como a mi mente le ha dejado de interesar mirarlo. He visto lo cotidiano volverse frágil y lo maravilloso, imperceptible; casi tan ágil y casi tan suave como el principio de todas las historias que invento. He logrado vencerme y evitarme al comprender que es tan mágica la luz que llena mi despertar, como lo es la oscuridad que vacía mis noches de verdades. No sé cuándo empecé a acostarme deseando volver a vivir el día que se iba, pero he escuchado que, ni viviendo dos veces, llegaría a saciarme. La tormenta de la rutina es mi adicción, esa encantadora ida y vuelta de las horas que me pasan por encima y no regresan y toda la ansiedad que me produce pensar que no estoy haciendo suficiente aún sabiendo que nunca podría, por mucho que lo intentara. He aceptado que no tendré ojos ni fuerza para contarlo todo. Pero también he entendido que es justamente en esa decepción donde reside el más puro de mis amores: el que siente mi mortalidad por la vida que se le agota, el que me impulsa a seguir regalándome promesas imposibles cada mañana. Conocí en la secundaria a una chica llamada Luz. Le costaba ser espontánea y a mi parecer, era una persona inaccesible. Su padre era un joven de ascendencia indígena que había llegado a la capital para ganar dinero. Ingeniero industrial de profesión, como luego lo sería también su hija, no paró hasta hacerse de oro. Entonces fue cuando lo empezaron a llamar vulgarmente "el rey de la papa" y aunque sigo sin saber bien a quién se le ocurrió la idea, adelanto que su negocio no tenía nada que ver con la alimentación. Una tarde después del colegio, el aire de la avenida La Molina nos despeinó. Mientras buscábamos un hueco para sentarnos en el bus, la locura del tránsito limeño nos obligó a hablar con esfuerzo y la música de fondo a todo volumen, nos hizo gritar. Me acuerdo que sonaba una bachata melancólica muy de moda por esos años que decía con voz alcoholizada Olvídala, mejor olvídala... Era raro que ella y yo coincidiéramos así que me alegré al pensar que por fin había llegado la ocasión perfecta. Debía de haber diez personas dentro de la combi, sin contar al cobrador que movía la cabeza al ritmo de la música con medio cuerpo fuera y al conductor, un hombre gordo y sucio, que imaginé que quería ser cantante. El bus olía a grasa y a comida; seguramente hacía tiempo que nadie se ocupaba de la limpieza, quizás por falta de agua o de costumbre. Imaginé al gordo llegando a casa, allá arriba en algún pueblo joven de Lima, cogiendo por la cintura a su mujer para luego follársela sin desprecio con todo el sudor de la jornada de trabajo encima. Imaginé que para no correrse, recordaba esas largas horas de tráfico lento y desordenado que tenía que soportar para ganar algo de plata. −Mi padre se dedica al textil, tiene una empresa de confección −me contó Luz cuando conseguimos asiento. Mientras la escuchaba, saqué del bolsillo un cuadradito dorado de chocolate que decía “princesa”, lo desvestí y me lo comí como a una mosca la rana. Tres pensamientos, uno tras otro, rondaron mi mente cuando me contó lo de su papá. Lo primero que pensé fue que, la timidez de Luz se podía deber a la responsabilidad de tener un padre indio con dinero; la envidia de los blancos de la sociedad limeña la haría trizas de vez en cuando y aunque no parecía avergonzada de sus orígenes ni afectada por el éxito o el desprecio, yo siempre intenté decirle en silencio que me encantaba que la envidiaran y que no debía de temer mi juicio. No, el mío no. Imaginé que la suya debía ser una de esas familias solemnes, donde, quizás por recelo, intentan con desesperación, no llamar nunca la atención. Tanto si era tímida por miedo o porque era eso lo que había visto en casa, entendía bien que no me hablara nunca. Aunque también cabía la posibilidad de que yo, simplemente, no le cayera bien. En segundo lugar pensé, que si mi padre se dedicara a la ropa como el suyo, yo me podría hacer diseñadora y vivir banalmente de la moda, como esa gente estúpida de la farándula. Por mi mente pasó una imagen en movimiento donde yo, reina de la noche, vestida de gala con un vestido negro muy seductor, lanzaba besitos volados desde lo alto de la pasarela de Paris, tras haber presentado mi nueva colección otoño invierno 2020. Y finalmente, mientras hacía una bolita con la envoltura de mi golosina, tuve el tercer y más revelador pensamiento; me pregunté por qué carajo Luz se había puesto la misma ropa que el día anterior. Se debe haber equivocado, pensé. Bajó de un salto en la parada que está frente al Jockey. −Vaya, fue corto el viaje −me lamenté. Me dijo que ahí tomaba otro bus hacia casa. Luz vivía en Ate, un distrito industrial donde, además de fábricas, habitaba gente de clase media o media baja o media media baja o media casi alta, como ella. Porque en Lima, para quien no lo sepa, hay como diez clases sociales; aunque, por ese entonces, en mi mente existían sólo dos: aquella compuesta por personas que pertenecían a distritos llenos de jardineros uniformados y flores y otra donde no habían flores porque las mototaxis las habían matado sin compasión. En los barrios de la primera clase mencionada yo tenía permiso para salir a pasear de noche; en los otros, no, para mi mala suerte. Cuando Luz bajó, la miré bien. Noté que llevaba un polo de cuello alto de color rojo y unos jeans azul celeste a la cadera. Confirmé que ella nunca usaba estampados. Los zapatos eran de cuero negro y no llevaba collares, tatuajes falsos, ni ninguna de esas cosas inútiles que las adolescentes adorábamos. La adornaban dos brillitos: uno en cada oreja y el movimiento de su pelo suelto expuesto sin miedo al smoke de nuestra gris y palpitante cité. ¿Era guapa? Yo diría que no, aunque tenía un cuerpo bonito; ya le habían salido las tetas y las tenía más grandes que yo. Se movía con gracia, haciendo buen uso de sus anchas caderas de niña casi mujer. También recuerdo que tenía la boca grande, los ojos chicos y un suave rastro oriental que me hacía pensar en ese dicho odioso "acá el que no tiene de inga, tiene de mandinga". La nariz la tenía gorda, de eso también me acuerdo. −¡Chau Luz! −grité por la ventana de la combi, moviendo emocionada la mano. El cobrador libidinoso siguió su culo quinceañero con la mirada atenta, mientras se relamía el labio superior lleno de babas. −Qué asco, comenté sentenciosa, en un intento por defender a esa chiquita llena de misterio que se resistía a ser mi amiga. Luz Zaa pertenecía a ese curioso grupo de gente que no brillaba a pesar de ser brillante y que tampoco parecía afectada por ello. Tenía buenas notas en las asignaturas de ciencias pero no se le daban demasiado bien las artes ni las letras. A pesar de eso, se consiguió un puesto asegurado en la lista semanal de los 30 primeros de nuestro grado. Publicaban en el patio los resultados de los exámenes a los que cada lunes nos sometían nada más empezar el día. El colegio al que íbamos nos exigía competir, tanto para ser el mejor como para ser el peor, el caso era luchar o al menos yo así lo veía. Y lo confirmaba la escena de cada viernes donde los primeros que corrían a ver el panel de notas eran los que peleaban por los primeros y últimos puestos. Los más felices de la semana eran justamente el número 1 y el número 150, que era la cantidad exacta de alumnos que componían el grado. Por esos días, me empezaba a preocupar por esta falta mía de consistencia de vida, que era como yo lo llamaba. Por ejemplo, a veces pensaba que quería ser escritora y entonces recordaba mi mala memoria. ¿Dónde viste una escritora desmemoriada y sin consistencia de vida?, me decía, sin siquiera entender el significado de la frase. Me imaginaba en la presentación del libro, el libro, respondiendo a la pregunta clásica de qué autores me habían inspirado en el proceso de escribirlo y yo, sin recordar uno, salía corriendo por la puerta de atrás como en las películas, para luego acabar borracha en el bar más cercano. La escritora que no sabe de literatura, la que no se acuerda de lo que comió anoche, la que se despista con las manchas del techo, vaya futuro… El día posterior al encuentro con Luz, pensaba en este problema mío mientras veía el panel con los resultados del examen semanal. Yo era de las primeras siempre. Algunas veces la primera. Otras, la segunda o la tercera, siempre empezando por arriba. Y Dios sabrá cómo, porque yo nunca entendí nada y por supuesto, tampoco recuerdo lo que ese panel decía que sabía. Mi inconsistencia de vida y perdonarán que me repita, debió de nacer de una profunda rebeldía de espíritu, esa que me lleva a olvidar todo lo que aprendo como si fuera una viejecita. Ya desde esos tiempos lejanos odiaba estudiar. Tampoco recuerdo que prestara mucha atención a los profesores, tenía sueños eróticos con todos ellos pero no les escuchaba. Tampoco era muy buena copiando, así que mi éxito no tenía explicación. El 90% del tiempo lo gastaba imaginando escenas románticas con el chico de turno y observando mi alrededor: la gente, la vida, el cielo feo, las ventanas, ¿estaban limpias? ¿sucias?, ¿qué habrá hecho la vieja para comer?, ¿a qué edad me casaré?, ¿estaré embarazada ya?, ¿me centraré con los años?, ¿por qué Luz, teniendo una fábrica entera, se viste dos días con la misma ropa? Esa falta de consistencia, como la llamaba yo, me hacía sentir una casi obsesiva admiración por las personas sencillas que salían adelante haciendo siempre lo mismo, de manera mecánica, sin ponerse a dudar ni rechistar, sin contar estrellas o pajaritos en el aire. Y por eso el papá de Luz me interesaba. Por eso me interesaba Luz también. Por eso imaginaba cosas con Luz: La mamá de Luz la esperaba con el arroz caliente. Ella comía, -despacio claro, no como yo-. Entonces, el papá llegaba de la fábrica y le besaba la frente: no importa si lo haces bien o mal mientras lo sigas haciendo, era el mensaje. Luego leían en familia algún libro o miraban un programa en la tele. Así eran sus días en mi mente, sin gritos, sin problemas. La constancia no era mi fuerte, pero era el de ellos. Eso seguro. Los días siguientes investigué más sobre el término el rey de la papa. Mi investigación se inició en la cocina de mi casa y tuvo como muestra, a mi señora madre, la única que aplaudía con orgullo todas mis locuras. −Vieja, ¿por qué a los hombres ricos que no son blancos les dicen reyes de la papa?, le asunté como quien no quiere la cosa, mientras me miraba comer. Su cara, hecha cuadro, me invitó a bajar la intensidad: −¿Me echas más arroz? –lo pensó unos segundos hasta que dijo: −Bueno hija, es un decir. Se les dice así despectivamente. Rey de la papa es el que baja de la sierra, llega a Lima, monta su negocio, gana plata y se olvida de dónde vino. Lo de la papa es porque en la Sierra es lo que más se cosecha. −¿Cómo así que se olvidan? ¿Les preguntan si se olvidan acaso? −No creo −me dijo con la cuchara en la mano, −¿qué tal el colegio? La primera toma de contacto con el tema me ayudó a entender que era un poco incómodo para mamá y concluí que, entonces, no lo sería para papá. −Gordo, ¿por qué a los cholitos que hacen plata les llaman los reyes de la papa? Explotó en risa y me dijo que dejara de hablar huevadas. Tampoco en el colegio encontré gran información. Con las semanas se me olvidó la tontería y me dediqué a otras cosas. Incluso se me olvidó Luz y su familia llena de consistencia. Y menos mal. Al poco tiempo, justo cuando su misteriosa personalidad dejó de interesarme, se convirtió en la protagonista del mayor escándalo mundial del año 2002. El rumor, que como siempre, llegaba tarde a mis oídos, era cierto: Luz y Juan Carlos, el profesor de Historia Universal eran pareja. Lo confirmó el despido repentino de Juan Carlos. Me pregunté si el profesor, amante mío en sueños antes de las vacaciones de Julio, ya había notado que Luz se ponía la misma ropa dos días seguidos. ¿Y qué diría el padre de Luz con tremendo escándalo? Pues nada, qué iba a decir. Le habría dado igual. Era un buen padre, no importaba lo que ella hiciera, sino lo que ella era. Luz se convirtió en la más popular del colegio. A pesar de sus aparentes deseos de pasar desapercibida, ahora todos la imaginaban haciendo posturas sexuales de adultos con el profesor veinte años mayor. Todo eso la envolvía en un halo de madurez prematura encantador. Desde la terraza donde me sentaba a conversar en el recreo, la vi una vez sonriendo rodeada de gente, hablando con soltura como nunca antes. Por la tarde, en casa, me la volví a imaginar haciendo planes: el lunes y el martes toca el modelo a, entonces esos días, me tiro al profe en el parque; los miércoles y jueves toca el modelo b, entonces esos días, me tiro al profe en su casa; los viernes y sábados toca el modelo c y me tiro al profe en mi casa y el domingo... Ahí ya no sabía qué pensar. Quizás el domingo la pasaba desnuda. Perdida en mis pensamientos inconclusos entendí que el rey de la papa, su padre, debía estar orgulloso de ella: su vida nunca perdió consistencia. Cuando la ornitorrinco hembra siente dolor, el ornitorrinco macho se acerca a ella haciendo un movimiento de cabeza. El fenómeno está siendo estudiado por especialistas de la National Geographic. Todavía no le han puesto nombre y por eso pensé que, quizás, si me animaba a darle una vuelta al tema, mis miles de lectores de la prestigiosa revista podrían encontrarle uno.
Empezaré por aclarar que el ornitorrinco macho que se acerca a la hembra adolorida no es un ornitorrinco macho cualquiera; se trata de uno de esos típicos bichos despistados que se la pasan por ahí comiendo moscas y plantas como quien no quiere la cosa, esos que cae la lluvia y ni se inmutan. El ornitorrinco "lento", como también se le suele llamar, tiene una capacidad natural para apreciar el estado terrible en el que, de pronto y sin razón conocida, la hembra sufre. Al oler las emisiones de la hembra en duelo, una fuerza sobrenatural parece atraerlo hasta ella. Absorto en un estado de aparente espiritualidad, se acerca y la ronda; literalmente la ronda hasta marearla y hacerla caer al suelo. La hembra, además de adolorida, se encuentra de pronto, perdida. Echada de costado se termina de hundir en su miseria y entonces, el ornitorrinco macho, que se las sabe todas, se acerca un poquito más y le dice, digo yo, algo como "hola nena, pasaba por aquí y verás, no he podido olvidarte" (A los de la revista se les escapan estos detalles). La ornitorrinco hembra, mareada, atontada y sobretodo, adolorida, escucha estas palabras como si le contaran un chiste y entonces, ocurre el milagro: Como respuesta automática, la ornitorrinco hembra empieza a salivar un líquido dulce que el ornitorrinco macho lame descontrolado hasta entrar en un trance del que parece no querer salir jamás. En ese preciso momento de éxtasis, la ornitorrinco hembra lanza por el pico un veneno mortal sobre el macho y una vez muerto, lo entierra usando las patas traseras. Con los días, ella vuelve a sus quehaceres, se peina, depila y esas cosas. Pero de pronto, la embarga la culpa. La hembra ornitorrinco entra nuevamente en una fase de dolor agudo. Le duele la panza, una pata, los ojos. Entonces, otro ornitorrinco macho se acerca lentamente entre la hierba haciendo un gracioso movimiento de cabeza. Todo lo que vi, fue humo y resignación. Dos cuerpos jóvenes mutilados junto a mi parecían tener una conversación pendiente. Pensé que quizás se conocían de antes. Los imaginé jugando en la arena como niños, besándose en el mar que estaba calmo, en el sol de ese día maravilloso hecho trizas. Un hombre y una mujer.
Al otro lado de la playa, un matrimonio anciano había conseguido salvarse. Se abrazaban entre sollozos sobre una roca, envueltos en una nube de horror y gratitud. Los restos del tren relucían bajo el sol formando colores extraños que nunca antes había visto. Yo por ese entonces no tenía ni treinta años, era delgada, extrema y sonreía cada día al despertar. Bueno, casi todos los días. Algunas veces lo cotidiano pesaba. Creí recordar que era jueves. Sí, un jueves por la mañana. Mi cuerpo salpicado por el agua yacía sobre esa tierra ajena dando lástima a los pocos supervivientes. Miles de historias perdidas, guardadas en alguna parte de mi mente. Mirándome así, pregunté si la luz todavía teñiría mi piel. Fíjese qué tontería. ¿Desde cuándo un muerto se ocupa del bronceado? ¿Cuánto tiempo debe pasar para que la piel deje de inundarse de naturaleza? ¿Cuántos minutos podría seguir estando tibia? Quizás el hecho de que fuera verano me ayudaría a alargar esa última despedida. Los ojos de esa vieja, la que estaba con su marido, se clavaban en mi rostro casi intacto desde lejos. La muerte podía parecer extrañamente hermosa en su quietud, completamente irreverente, indomable, infinita. No entendí en ese momento su terror, ¿sabe? yo me notaba radiante. Su hombre la abrazaba con poder, pidiéndole que dejara de mirarme. Déjala Marta, déjala, le decía. Me agaché a intentar tocar mis pies. Pensé que si cerraba los ojos podría sentir la frescura del agua sobre ellos, pero era solo una sensación. Ya estás fría, le dije a mi cuerpo en voz baja. Sin querer recordé el momento exacto en que todo terminó y me decidí a hacer esto. Esto... ¿y qué es esto? Una revelación de último minuto y un cuento desesperado contado desde la orilla, donde rompe la furia de Dios contra mi cuerpo sin vida. En una aldea cerca al fin del mundo, nació hace muchos años un animal especial. Le gustaba dormir bajo las estrellas y hacer reír a las flores que llenaban sus ojos de belleza y grandes ilusiones. En su desierto, la naturaleza golpeó contra él muchas veces, sumiéndolo en un miedo incontrolable. Descubrió el llanto y no tuvo tiempo de pasar sobre él, así que simplemente siguió adelante.
Para sorpresa de todos los seres, una tarde de profunda melancolía, el cielo empezó a llover. El agua caía oscura al principio, como queriendo limpiar sus memorias de otras tierras. El equidna fue el único que, para sorpresa de todos, no la temió. Y así disfrutó... viéndola caer durante largas noches. La lluvia empezó a formar parte de su vida cotidiana. A veces caía fuerte y otras, era sólo como una garúa dulce abrazándolo despacio. Su amor por ella fue creciendo hasta empezar a extrañarla cuando se iba. Y con el tiempo fue tal su deseo, que el equidna olvidó su propio nombre. Su pensamiento sólo sabía de ella: de la manera en que llenaba el río y de la alegría que producía su frescura al amanecer. Lloraba para recordarla cuando le faltaba, pero el sabor de sus lágrimas nunca alcanzaba la perfección y el poder de su amada. Una noche con ella pasó algo distinto: de pronto, la suave piel dorada del equidna empezó a llenarse de espinas. El agua caía sobre él, pero en vez de hacerlo feliz como antes, lo ponía a la defensiva. La lluvia no entendía porqué y él sufría aterrado. Ella no quería hacerle daño, pero su cuerpo pequeño y brillante se erizaba oscureciéndose y causándole heridas en cada encuentro. La lluvia dejó de querer tocarlo, pero siguió cayendo durante todo el verano pues era ese su trabajo. El equidna tuvo que alejarse de ella para evitar el dolor de sus espinas, que no sólo entristecían a la lluvia sino que también le alejaban de todos los vecinos de la aldea, quienes ya no podían abrazarlo sin sentir los picotazos. El equidna, avergonzado, se marchó. Caminó buscando un lugar seco donde pararse a pensar y una vez allí, se preguntó durante días cómo algo tan hermoso podía haberle hecho tanto daño. Notó poco a poco que la lluvia no tenía culpa. En su desesperación, decidió enfrentar su defecto, volvió a su aldea y a la noche, salió al encuentro de su amor. Ella lo recibió con alegría. Bajo el agua, vió salir sus espinas pero ya no las odió sino que las acarició con valor. Sangraron sus dedos, su lengua y hasta sus ojos, pero sólo así entendió que si ellas estaban ahí, era porque de alguna manera las necesitaba. Aprendió a aceptarlas como parte de su eterna complejidad y a cuidarlas mientras siguieran con él. Para dejar de sentir el dolor de sus púas, confeccionó con hojas de palma un paragüas. Este era frágil al principio: el viento lo rompía una y otra vez. Pero el equidna no se rindió. Construyó mejores instrumentos para poder seguir viendo caer la lluvia, aunque ella no pudiera tocar su cuerpo. Los árboles crecieron a su alrededor gracias a la humedad y él pudo disfrutar del espectáculo de la vida cada día. Rieron juntos sus canciones, disfrutaron cada noche su deseo y él nunca volvió a olvidar su propio nombre. Pasó el tiempo. Una mañana al despertar, el equidna olvidó su paraguas. Caminó siguiendo su instinto y la vió. La lluvia mojó cada espacio de su piel pero esta vez no le salieron espinas: ¡Se habían ido al fin! Desde entonces, el equidna y la lluvia viven juntos en la aldea cerca al fin del mundo. A veces no pueden verse, pero saben que siempre se volverán a encontrar. La piel dorada del equidna tiene marcas imborrables, recuerdo del mayor de sus triunfos: el de la reconciliación con su lado más oscuro. |
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